Después del breve paréntesis que supuso su satisfactoria incursión en la comedia con La Parte de los Ángeles y su posterior film documental El Espíritu del ’45, Ken Loach regresa a su habitual cine político y social con Jimmy’s Hall, una historia que, basada en un caso verídico, relata los hechos que desencadenaron que el activista irlandés James Gralton se convirtiera, durante los años 30, en el primer y único deportado político del país.
Sin ser el mejor trabajo del cineasta británico,
Jimmy’s Hall sigue jugando las bazas que han marcado el grueso de su
filmografía. Su compromiso cinematográfico aún se sitúa al lado de la gente
humilde, de las clases más bajas y explotadas las cuales, en esta ocasión, se
ven contagiadas por el espíritu democrático del citado Gralton, un vecino de una
pequeña zona rural irlandesa que, durante la Guerra de Independencia, tuvo que
huir del país para refugiarse en los EE.UU. y quien, a su regreso, decidió abrir
un viejo local de su propiedad para retomar las funciones que antaño tuvo como
centro cívico y social: un lugar de ocio en el que se puede desde bailar hasta
debatir de política y literatura.
Resulta curioso que, tratándose de un film
ambientado hace más de 8 décadas, se puedan establecer un montón de
escalofriantes paralelismos con la política actual, empezando por la injusticia de los deshaucios y continuando con ese afán
enfermizo del fascismo por negar la cultura a toda costa (los de ahora, ya lo saben, al 21% de IVA) y que, en el film,
queda totalmente representado en la figura del párroco de la localidad, un anciano
sacerdote que rezuma una mala hostia imponente y que está rodeado de un sinfín
de terratenientes que le muestran su apoyo total en la lucha contra las buenas
intenciones de Gralton y sus seguidores.
A pesar de la dureza de ciertos pasajes y teniendo
en cuenta que se trata de un trabajo de Loach, la cinta se muestra mucho más
luminosa (en todos los aspectos) y optimista que en otras ocasiones y apuesta,
ante todo, por darle una buena y merecida estacada a la religión como arma
opresiva y represiva. Lástima, de todos modos, que a la película le cueste
arrancar, aunque, cuando por fin lo hace (con los primeros bailes en el
interior del local recuperado), la cosa empieza tener mucho más ritmo, al tiempo
que encauza definitivamente la problemática que marcará toda su posterior trama.
No es un Ken Loach en plena forma pero, a pesar de
ello, el hombre sigue demostrando maneras; muy buenas maneras.