Diez años después de su debut con la irregular Bosque de Sombras y tras varias incursiones televisivas, el realizador bilbaíno Koldo
Serra, vuelve a la carga con Gernika, un film que, al igual que en su ópera
prima, peca de no poner toda la carne en al asador y acaba convirtiéndose en un
largometraje sin fuerza ni carisma alguno.
Es una lástima que contando con un tema tan interesante como
el del bombardeo de la Legión Cóndor alemana sobre el pueblo vizcaíno de Guernika
(que nunca anteriormente se había llevado al cine), el director vasco se quede
a medias tintas en todos sus aspectos, excepto en el técnico, ya que lo único
sobresaliente de su trabajo son las contundentes y bien filmadas escenas del susodicho bombardeo.
Para empezar y siendo un tema tan delicado, el
director vasco juega a nadar y guardar la ropa. Tratándose de dos bandos
enfrentados, el republicano y el nacional, no toma partido por ninguno de los
dos, dejando a entender (de forma errónea y altamente molesta), que tan
malos eran unos como los otros, lapidando buena parte de su metraje con una
insustancial historia de amor entre una editora de la oficina de prensa
republicana y un periodista norteamericano en labores de corresponsal en tierra
española; una historieta romanticona más cercana a las pretensiones de series
televisivas al estilo de Amar en Tiempos Revueltos que a un film mínimamente
serio sobre uno de los temas más polémicos sucedidos durante la Guerra Civil
española. En un extremo, sin profundizar en absoluto y de forma bastante
insultante, deja una mínima constancia de la presencia de los ejércitos italianos
y alemanes en pleno conflicto bélico.
No contento con mantenerse feamente distanciado del
conflicto real y político que se esconde tras la historia verídica, cuenta con la
paupérrima labor de un grupo de actores ciertamente poco inspirados. María
Valverde parece no sentirse nada cómoda en la piel de la periodista republicana
Teresa a través de una fría e inexpresiva actuación totalmente alejada de otros
trabajos suyos más contundentes, como los que hizo para La Flaqueza del Bolchevique o A Puerta Fría, mientras que su partenaire masculino, el británico
James D’Arcy (físicamente una especie de Anthony Perkins venido a menos), hacer
clamar a los cielos por su patética interpretación.
Mucha técnica pero nada de inspiración argumental y mucho
menos interpretiva. En definitiva, un despropósito sin consistencia alguna que
se muestra incapaz de añadir nada nuevo a un cruento bombardeo que llevó a la Segunda
República española a encargar la confección de un cuadro sobre el tema a Pablo
Picasso para ser expuesto en la Exposición Internacional de París en 1937.
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