En 1960, tres años antes de filmar La Gran Evasión,
John Sturges dirigió Los Siete Magníficos, un clásico del western que, basado
en Los Siete Samuráis de Kurosawa, recogía las andanzas de un grupo de
pistoleros que, por un mísero sueldo y envueltos en un halo de idealismo social,
decidían poner freno a los desmanes de un bandolero que tenía explotados y
amenazados a los inofensivos habitantes de un pueblucho mejicano. Yul Brynner,
Steve McQueen, Charles Bronson, James Coburn y Eli Wallach, entre otros,
formaron parte de un casting ciertamente atractivo, mientras que Elmer
Bernstein componía una de las bandas sonoras más icónicas y contundentes de la
historia del cine. El resultado final fue el de un trabajo compacto, amparado
en un guión lleno de diálogos espléndidos y en donde la violencia,
controladísima, aparecía a ráfagas fugaces en contadísimas ocasiones.
Un correcto Denzel Washington, el indiscutible
actor fetiche del realizador, se pone en
la piel de Yul Brynner para capitanear al grupo de expertos pistoleros que
deciden aceptar el encargo de terminar con los desmanes de un especulador y
violento industrial (excelente y malvado Peter Sarsgaard) que, empleando
métodos extremadamente agresivos, pretende quedarse con todas las tierras de
los vecinos de la pequeña localidad de Rose Creek. Y, para respaldarle, contará
con las presencia de gente tan efectiva como Ethan Hawke (en el rol del cobarde
que en la película original interpretaba Robert Vaughn), Chris Pratt (el claro
sustituto de McQueen) o un orondo Vincent D’Onofrio, cuya oronda figura
recuerda muchísimo a la del mismísimo Orson Welles. De propina, se saca de la
manga el papel de Haley Benett, una viuda del pueblo que busca vengar el
asesinato a sangre fría de su esposo.
A pesar de tratarse de un remake ciertamente innecesario
(con la cinta primogénita había más que suficiente), hay que decir que estos Siete
Magníficos poseen la suficiente fuerza narrativa y visual para atrapar al
espectador desde su primera escena. Fuqua le imprime un ritmo desbordante a la
historia, saca de sus actores lo mejor de todos ellos y filma sus numerosísimas
escenas de acción de forma brillante, casi a la vieja usanza, pudiendo saber
que sucede ante la cámara en cada una de sus distintas tomas; una buena manera
de huir de esa cansina modalidad actual de rodar los pasajes de acción como si
se tratara de un acelerado video clip que, por su rapidísimo y sincopado
montaje, no permite al espectador visualizar a la perfección qué coño está
pasando.
Trepidante y entretenida, logra que sus dos horas y
cuarto de proyección transcurran en un abrir y cerrar de ojos. Y, de propina, unos
créditos finales espléndidos que se convierten en todo un emotivo homenaje al
film original y, por descontado (y de la mano del recientemente fallecido James
Horner), a la excelente banda sonora que en su día escribió Elmer Bernstein.
Lástima que, por el camino, se haya perdido el romanticismo del trabajo de John
Sturges: eso sí que lo echo en falta.
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