2.6.09

Precuelas

Lo que ha hecho J. J. Abrams con Star Trek es encomiable. No sólo le ha lavado la cara a la serie: también la ha rejuvenecido en muchos aspectos. Aparte de aplicarle la cirugía estética, le ha inyectado una fuerte dosis de un ritmo y de un humor de los que siempre habían escaseado en la obra de Gene Roddenberry, aparcando a un lado esa filosofía acartonada (y un tanto pedantilla) de la que hacía gala habitualmente. Y, a pesar de su evidente new look, el Star Trek del 2009 no renuncia a las constantes que caracterizaron el deambular de la Enterprise desde su nacimiento a mediados de los 60.

Una precuela divertida, en nada sobria y con una cadencia frenética digna de los Fórmula 1 más acelerados. El frescor se ha apoderado de los tripulantes novatos de una nave emblemática que, por primera vez en su historia, surcará el espacio exterior. Kirk aún no es capitán y, a pesar de su espíritu aventurero, no es más que un teenager inquieto y tremebundo disfrazado de gremlin. Spock va de sobrado y altivo; eso de estar despojado de sentimientos humanos no lo lleva demasiado bien. El enfrentamiento entre los dos no es más que el preámbulo de una gran amistad. Rick Blaine y el capitán Renault empezaron de forma parecida. A éstos aún les queda París; en cambio, a los del Enterprise, siempre les quedará el recurso de la Confederación Espacial.

Nunca fui fiel a la serie original, ni siquiera a los largometrajes posteriores. Sencillamente, y a excepción de episodios y títulos muy concretos (como aquel divertimiento sobre la salvación de las ballenas), los trekkies me aburrían soberanamente. Sólo me atraían las orejitas puntiagudas del personaje interpretado por Nimoy. Ahora Abrams, respetando esos apéndices auditivos y regalándole un cameo de oro a su propietario (con ataque de celos incluido por parte de William Shatner), por suerte le ha dado la vuelta y, de pasada, le ha endiñado el mismo nervio del que hacía gala la trilogía galáctica inicial de Lucas.

Cualquier día de estos, y a tenor de los resultados obtenidos por esta nueva generación (que en realidad sigue siendo la vieja pero en pantaloncito corto), me saco el carné oficial de trekkie.


Si los orígenes de Spock y compañía tienen su puntito (o, mejor dicho, puntazo), lo que ha hecho Gavin Hood con los de Lobezno no tiene nombre. Lo de los X-Men, muy a mi pesar (pues nunca los he soportado), ya se ha convertido en una de esas sagas que, por persistencia, dan dólares a mansalva a la industria de Hollywood. Los altos gerifaltes, contentísimos y agradecidos con las aventuras corales de los mutantes del calvorotas del Profesor Xavier, han decidido ir desgranando las raíces de sus integrantes de forma individual. Hay que explotar al máximo la teta que les da de mamar. Y es por ello que a Lobezno, a sabiendas del gancho comercial esgrimido por el actor que lo encarna -el (para mí) inexpresivo Hugh Jackman-, le ha tocado el turno de inaugurar el marcador.

La eterna lucha entre el Bien y el Mal (representada, en este caso, por los hermanos Logan y Victor Creed); el dibujo (ya en nada original y cansino) de un superhéroe atormentado y un sinfín de escenas de acción (la mayoría sin pies ni cabeza, aunque con muchas uñas), dominadas todas ellas por la sofisticación de los efectos digitales, se convierten en el plato fuerte de una función que ya se me antoja repetitiva y falta de interés.

La violencia está a la orden del día. Explosiones, hostias a diestro y siniestro, disparos, desgarros varios... para todos los gustos, vaya. Eso sí: entre tanta ferocidad resulta difícil localizar una sola línea de diálogo destacable. Cuatro trazos argumentales mal metidos y tira que te matas. Ante todo, que no falte un malo muy remalo vestido de negro y un militar tocado del ala con ínfulas de mad doctor. Agítenlo con fruición y dejen que el público extasiado consuma palomitas hasta reventar. La fórmula, por desgracia, funciona demasiado a menudo... aunque engendra patologías estomacales y cerebrales de complicada resolución.

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