6.9.06

Sólo falta el Mollà

El viernes pasado llegó a las pantallas de toda España, uno de los films más esperados de la producción nacional de este año. Se trata de Alatriste, una de las superproducciones más caras de nuestro cine que, basada en las populares novelas de Arturo Pérez Reverte, narra las aventuras y desventuras de Diego Alatriste, un orgulloso soldado del siglo XVII que lucha al servicio de las huestes de su majestad, el Rey Felipe IV y que, en horas libres y con la intención de ganarse cuatro perras, se convierte en un mercenario pluriempleado dispuesto a todo tipo de trabajos. Sus más íntimos se dirigen a él como “El Capitán”, un mote conseguido gracias a sus dotes de mando, su valía y su aplomo.

Para el realizador y guionista Agustín Díaz Yanes, Alatriste ha significado su tercera película tras la cámara; una superproducción a la que ha intentado dotar de un look que la acercase al más puro estilo de las viejas películas de capa y espada, de esas que tanto escasean en el Hollywood actual. Y ello es una meta que ha conseguido sólo en parte pues, a pesar de que según cuentan, no se ha escatimado ni un solo céntimo a la hora de plasmar en imágenes las hazañas del Capitán Alatriste, en ciertos momentos se nota cierta pobreza visual en su puesta en escena.

Un buen ejemplo de esa insuficiencia presupuestaria, se localiza en la larga escena del abordaje a un barco portador de un cofre cargado de lingotes de oro. El escenario de la cubierta del navío es el que más denota esa falta de recursos de producción. Durante ese fragmento, filmado con el soporte de un vídeo-digital, Díaz Yanes no abre en ningún momento el objetivo de la cámara para darle más amplitud a la escena. La interminable lucha que transcurre a bordo del barco, está resuelta a base primeros planos, muy cortos (¡cortísimos!); planos que en ningún momento permiten al espectador hacerse con una buena composición del lugar. Tampoco muestra jamás la embarcación en su extensión total. Y menos flotando sobre el agua. Viejos trucos de artesano para paliar, en parte, una dirección artística renqueante o, sencillamente, con la finalidad de evitar que, desde el patio de butacas, se descubra la trastienda o los focos del plató de rodaje.

No negaré que hay algunas escenas de acción y de lucha que están perfectamente resueltas, con una profesionalidad envidiable. El director de Nadie Hablará de Nosotras Cuando Estemos Muertas, demuestra su valía en el oficio en más de una ocasión. Pero, a pesar del esfuerzo por dotar de un espíritu más aventurero a la película, ésta se acerca más a la tragicomedia que al género en cuestión. Ese aire teatral y excesivamente melodramático, con el que la mayoría de actores recitan sus frases, merman bastante ese aspecto aventurero que jamás acaba de llegar al cien por cien, mientras que, por otra parte, se centra en exceso en desmenuzar las penurias y sentimientos del entristecido y solitario Alatriste.

Tal y como dijo uno de ustedes en este blog, es muy cierto que lo que más daña a la continuidad narrativa de Alatriste es su guión, pues en lugar de haber elegido una sola de las novelas de Pérez Reverte sobre el personaje, se ha optado por construir un conglomerado con todas ellas. Y eso hace que no haya ningún tipo de linealidad en la película. Da la impresión de tratarse de un film de episodios, construido a base de historietas sueltas, metidas una detrás de la otra y plagada de gigantescos saltos en el tiempo, avanzando siempre hacia delante. Por el camino, como es lógico, se pierden algunas de las intrigas de la trama, mientras que muchos de sus personajes no quedan en absoluto definidos. El único nexo de unión entre los teóricos episodios se encuentra en la relación entre el Capitán Alatriste y su joven ahijado, Iñigo de Balboa. Dicen que quien mucho abarca, poco aprieta: éste es, precisamente, el mayor pecado de un producto al que no le faltan las buenas intenciones. Y eso ya por no hablar de esas escenas que se intuyen haber sido eliminadas del montaje final debido a su larga duración.

No he leído ninguna de las novelas sobre Alatriste, pero la elección de Viggo Mortensen para darle vida, en contra de la mayoría de opiniones, me parece uno de los aspectos más positivos del film. Es cierto que no se trata de un actor español y que además, el buen hombre, ha decidido doblarse él mismo con su propia voz. Al principio, esa extraña dicción de Alatriste, digna de un guiri chapurreando nuestro idioma, suena realmente fatal, aunque luego uno se acostumbra a ello. Es más, creo que en lugar de tratarse de un defecto, éste es un mérito totalmente atribuible al intérprete. La valentía de desenvolver su personaje con un idioma distinto al suyo, hay que tenerla en cuenta. Y, en definitiva, gracias a esa voz ronca, entrecortada y de lenta pronunciación, acaba otorgándole un empaque especial y un tanto pasota a su particular visión del heroico y cochambroso protagonista.

Por otra parte, el visionado de Alatriste es lo mismo que estar revisando un catálogo de una empresa destinada a castings cinematográficos. En la película están casi todos los actores españoles del panorama actual, del primero al último. Sólo faltan el Mollà y el Santiago Segura. Al final, ese cúmulo de rostros conocidos y habituales de la pequeña y gran pantalla, termina siendo una distracción extra para el espectador: “¡Hostias... ¿ese de la capucha no es el Mollà?”, “No, que el Mollà no sale; éste es el pequeño ese..., el catalán..., ¿Eduard Fernàndez se llama?”; “Coño, sí, el Fernàndes.. Y mira ¡la Ariadna Gil haciendo de Ana Belén!”, “Joder... y mira, ¿el Garrido y el Orella, no son esos de los cascos metálicos?”, “¿cosa más rara, no, qué hacían tantos catalanes en el Madrid de esa época?”...

Alatriste queda como una película irregular, por no decir fallida, con momentos brillantes y otros demasiado desalentadores y aburridos. El combate final, sin ir más lejos, está extremadamente alargado, mientras que la falta de continuidad en su narración resulta alarmante. Sin embargo, el (polémico) protagonismo de Mortensen, la presencia de personajes magníficos y bien perfilados, como los de Quevedo y el repulsivo Conde Duque de Olivares (interpretados, respectivamente, por unos espléndidos Juan Echanove y Javier Cámara) o la maravillosa recreación del vestuario, las calles y las estancias del Madrid del siglo XVII, salvan con creces el resto de deficiencias de un producto que podría haber sido mucho más consistente. Una lástima.


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