30.7.06

Imprescindible el uso de biodraminas

A Tony Scott siempre se le ha acusado, con mucha razón, de utilizar en su cine un estilo en exceso paralelo al del vídeo-clip y los spots televisivos. Pero nunca antes, como en su última película, Domino, había abusado tanto de esas imágenes sincopadas. Les puedo asegurar que, en sus dos largas horas de proyección, no hay un solo plano que aguante en pantalla más de cuatro segundos, al tiempo que hace pruebas con la luminosidad y el color de su fotografía. Y eso, la verdad, acaba agobiando y mareando al más pintado; sobre todo si la mayoría de ellos son primerísimos primeros planos que poco aclaran sobre la historia a narrar.

Y es una lástima ya que, en principio, lo que cuenta la película podría haber sido ciertamente interesante pues, aparte de ser un thriller, apunta hacia otros derroteros más profundos y nunca desarrollados a fondo (como ocurre con la relación madre dominante e hija rebelde). En ella se narra una etapa concreta de la vida de la desaparecida Domino Harvey, la hija del actor Laurence Harvey, una ex-modelo que, harta de su profesión e inquieta por encontrar un lugar en el mundo y un trabajo que la motivara, decidió convertirse en cazadora de recompensas. La cinta, de manera muy libre, escenifica uno de los casos más arduos y peligrosos con los que (en teoría) se enfrentó la muchachita. Un caso en el que se mezclan un robo a un furgón blindado, un niño moribundo, el FBI y dos bandas mafiosas rivales. Un interrogatorio con una psiquiatra del FBI (una Lucy Liu que últimamente sale hasta en la sopa), será la pauta que seguirá el realizador para contar todo cuanto acontece en Domino.

Tantas imágenes descabelladas -disparadas sin ton ni son como ráfagas de metralleta-, sumadas a una narración construida a base de flash-backs metidos dentro de otros flash-backs que hacen que la acción avance y retroceda en el tiempo (sin lógica alguna), sólo sirven para que el espectador, abrumado con esa exagerada e innecesaria zozobra visual, se pierda en el maremágnum de un guión no muy bien escrito y con demasiadas lagunas sin aclarar. Personajes que aparecen y desaparecen como el Guadiana, y un montón de situaciones poco comprensibles, suponen el principal defecto de un guión endeble que intenta disimular sus enormes deficiencias a golpes de violencia y salpicaduras de sangre por todas partes.

Es innegable que Domino, a pesar de esa insistencia en acelerar todo cuanto ocurre en pantalla, tiene algún que otro acierto positivo. Poquitos, pero los tiene. Y uno de ellos es esa crítica ácida y furibunda contra la tele basura actual; esa tele que busca y escarba en los rincones más recónditos de nuestro planeta para enseñar, en vivo, en directo y vía satélite, las miserias más oscuras de la humanidad. Al igual que hizo Oliver Stone en su gratuita Asesinos Natos, colocando una cámara en el interior de una prisión, Scott hace algo similar al introducir en la historia a un equipo televisivo siguiendo los pasos de Domino Harvey y su grupo de cazadores de recompensas.

Un simpático y curioso guiño a la figura de Laurence Harvey -el padre de la criaturita-, mediante la inserción de una escena de El Mensajero del Miedo (emitida por una televisión situada en medio de un brutal tiroteo), acaba convirtiéndose, sin lugar a dudas, en lo mejor de un producto disparatado y, casi, casi, experimental (como la época más empírica y peñazo del antes citado Stone). Tal y como diría un honorable y famoso crítico catalán, “a mí, los experimentos que me los den con patatas”.

De los actores, la verdad, ni se sabe. Particularmente, me resulta imposible valorar cualquiera de las interpretaciones de Domino. Los vaivenes visuales, su veloz ritmo videoclipero y la abusiva utilización de música estridente y a todo volumen, apaga todo atisbo de interpretación. Eso sí: la presencia en pantalla de Mickey Rourke, cada día más desfigurado e hinchado, y las fugaces apariciones de las múltiples arrugas de Christopher Walken, Tom Waits y Jacqueline Bisset, son una demostración palpable de que los años no pasan en balde. Y ella, la jovencita, la reina del plató, Keira Knightley, luciendo tipito y convertida en la estrella de un film estrellado.

Si se acercan a Domino, procuren no colocarse en las primeras filas. Y ante todo tengan a mano unas cuantas Biodraminas, pues el efecto vapuleante de sus descoordinadas imágenes es peor que una travesía en un barco destartalado durante una marea infernal.

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