3.3.05

L.A., años 30

Han pasado más de treinta años desde el estreno de Chinatown. Y, volviéndola a revisar ayer mismo, sigue siendo tan vigente (o más) que en esa época. Sin lugar a dudas, al menos para mí, es una de las dos obras maestras del peculiar (y conflictivo) Roman Polanski, junto con La Semilla del Diablo. Y Chinatown, concretamente, se convirtió en un gran homenaje al mejor cine negro de todos los tiempos, pues en ella se desgranan todas las constantes de ese género. Un cine protagonizado por perdedores, de trato social adusto y en el que la hipocresía y la corrupción estaban a la orden del día.

La cinta llegó a las pantallas del todo el mundo en un momento en el que el cine negro parecía haber tocado fondo definitivamente. Justo el año anterior, en 1973, Robert Altman se acercó al mismo a través de uno de sus productos más interesantes, Un Largo Adiós, una recreación de una de las novelas de Raymond Chandler sobre el eterno personaje de Philip Marlowe, en esa ocasión interpretado por un controlado Elliott Gould. La película, inmerecidamente, no fue apreciada por el gran público. Fue gracias a Polanski que se retomó, de nuevo, la senda de ese maravilloso género que, junto con el western, abriga muchas de las claves del cine tomado como arte mayúsculo.

No todo el mérito lo tenía Polanski, pues el cáustico guión original de Robert Towne y la persistencia de éste en que fuera el realizador polaco (aunque nacido en Francia) el que tomara las riendas de la cinta, fueron detalles indispensables para que se iniciara la cocción de una de las mejores películas de la década de los 70. En esos años, Polanski vivía en su residencia de Polonia y no estaba dispuesto a regresar para nada a los Estados Unidos. Tanta fue la insistencia de Towne y de Robert Evans, el productor, que después de leer su guión e influenciado posteriormente por una llamada personal de Nicholson, el director regresó de nuevo a Los Angeles para hacerse cargo de Chinatown.

La cinta, ambientada en plenos años 30 y punteada por los insuperables acordes de la banda sonora compuesta por Jerry Goldsmith, arranca con unos títulos de crédito en blanco y negro, a modo y manera de las viejas cintas de detectives, para situar posteriormente la cámara, con la llegada del color a la imagen, en el despacho de Jake "J.J." Gittes, un investigador privado especializado en adulterios que acaba de aceptar, a regañadientes, un nuevo caso. Contratado por una mujer adinerada, empeñada en que su esposo la engaña con otra mujer y dispuesta a obtener pruebas gráficas de su infidelidad, se verá obligado a seguir los pasos del marido de ésta, un personaje influyente con un alto cargo en la compañía de aguas de Los Angeles. Y, como ocurre siempre en el género, lo que parecía a simple vista un caso sencillo y sin problemas, empezará a torcerse hasta límites escalofriantes, poniendo en peligro la vida del tal Gittes en más de una ocasión.

Al contrario que otras cintas ya clásicas (y magistrales) de temáticas similares, como El Sueño Eterno, lo que se cuenta en Chinatown está perfectamente plasmado. No hay ni un solo cabo suelto y todo coordina a la perfección. A pesar de su complicada trama, en la que se mezclan asesinatos, suplantaciones personales y todo tipo de sobornos y engaños, el guión de Towne es extremadamente clarificador. El punto de vista que tiene su protagonista, Gittes, es el mismo que el del espectador; totalmente subjetivo. Por esa razón, desde nuestra butaca vamos avanzando a través de esa historia a medida que progresa en su investigación el propio Gittes.

La figura geográfica de Chinatown es un referente continuo a lo largo de todo su metraje. Gittes había sido policía, patrullando por las calles del barrio chino de Los Angeles. Guarda un mal recuerdo de esas calles Y le teme a ese enclave de la ciudad. No quiere volver a pisar el asfalto de ese barrio jamás. Pero, irremediablemente, el desenlace de ese caso, parece arrojarle de nuevo hacia Chinatown. El inequívoco signo de la maldición; el lugar del que se sale pero al que nunca se debería regresar.

Nadie mejor que Jack Nicholson para dar vida a ese detective privado, un hombre de gustos sibaritas, de cierta solvencia económica y un tanto mal hablado y parco en el trato para con los demás. Sobretodo si esos otros son policías -sus antiguos compañeros- o sicarios con ganas de pelea. Un contenido Nicholson, capaz de dejar aparcadas a un lado sus muecas histriónicas quien, agradecido con ese personaje, lo retomó 15 años más tarde en una secuela dirigida por él mismo, The Two Jakes, una película tan innecesaria como pésimamente escrita.

Y no sólo Nicholson estaba magnífico en Chinatown. No hay que olvidar la magnética presencia femenina de Faye Dunaway. Ella, en el film, es Evelyn Cross, una mujer torturada, con un pasado oscuro y con ganas de olvidar. Y por momentos, con Dunaway y Nicholson juntos en pantalla, llegan a saltar verdaderas chispas. La química entre ellos está presente en cada plano y, entre los dos, consiguen dar vida a una de las escenas más grandes y clásicas que jamás haya dado el cine negro; escena que, por otra parte, no pienso desvelar en absoluto para no romper el interés de aquellos que aún no la hayan visto.

Y detrás de todos, observando el panorama desde lo más alto, con una entidad envidiable, Huston, el impresionante John Huston, el que dio vida propia a un Halcón Maltés, el actor ideal para encarnar a Noah, un tipo afable pero sin escrúpulos, en un corto pero significativo papel en el que desgrana, conscientemente, cierto paralelismo con el Orson Welles en Sed de Mal. Maravilloso.

Y no les cuento más. Si no la han visto nunca, éste es el momento. Y si ya la conocen, recupérenla. Esto si que es cine.

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