18.3.11

La brigada del sombrero

Adaptar a la gran pantalla el particularísimo universo de Philip K. Dick no debe ser cosa fácil. Ridley Scoot (Blade Runner), Steven Spielberg (Minority Report) y Paul Verhoeven (Desafío Total) son de los pocos cineastas que han salido airosos del intento. A ellos ha intentado sumarse el debutante George Nolfi con Destino Oculto (el inexplicable título español de The Adjustement Bureau), aunque en su tentativa se ha quedado a medio camino.

Basada muy libremente en el cuento corto Adjustment Team del escritor de Chicago, la cinta narra los avatares de un congresista norteamericano, con altas aspiraciones políticas, cuando un grupo misterioso que vela por el destino de las personas le obligue a alejarse de la mujer a la que ama, una bailarina de danza contemporánea. Una historia de amor fou (e imposible) que mezcla aspectos románticos con el cine fantástico y más puramente de acción.

Un love story a golpe de ciencia-ficción y envuelto de ese alto grado conspiranoico que tanto le gustaba al desaparecido K. Dick. Todo, a priori, resulta de lo más prometedor, incluida la estética, con sombrero encasquetado como parte de su uniforme, de los hombres que componen la llamada Oficina de Ajustes. El problema, sin embargo, estriba en la poca fuerza que le imprime Nolfi a la intriga que propone, decantando más la balanza hacia una historia repleta de pasajes ciertamente ridículos y optando por copiar descaradamente, durante sus escenas teóricamente más trepidantes, la estética del Origen de Nolan.

Añádanle, a todo ello, la poca química que se genera entre Emily Blunt (muy guapa ella, eso sí) y un Matt Damon más desaborido de lo habitual, un elemento éste imprescindible para hacer creíble la relación (de amor a primera vista) que se establece entre los dos personajes a los que se les niega un futuro en común para salvaguardar el destino político de él.

Destino Oculto goza de una premisa tentadora, pero va deshinchándose a medida que avanza su trama, plagada de inconsistencias, pasajes pésimamente resueltos y con un final de lo más blandengue y poco inspirado. Mucho ruido y pocas nueces. La culpa de todo ello podría ser achacable a Terence Stamp, un actor que desde hace años gafa la mayoría de productos en los que colabora.

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