A primera hora de la mañana llegó al Auditorio del
Meliá Green Room, una cinta de la que había mucha expectación debido a su buena
acogida en otros festivales, como ocurrió en Austin, lugar en el que se alzó como ganadora. Su director es Jeremy Salnier, el mismo de la muy minimalista y
sobrevalorada Blue Ruin aunque, en esta ocasión, se quita de encima el disfraz
de gafapastas y apunta hacia otros derroteros. En ella, un grupo de punk rock
ha de realizar una actuación en un local lleno de sospechosos skinheads, pero
un hecho violento imprevisto, que les convertirá en testigos de excepción, hará
que no puedan salir del lugar. La historia planteada, en un principio, es
tentadora y promete. Empieza bien, con fuerza, pero pronto pierde fuelle y la
cinta, por culpa de un guión ciertamente fallido (o, mejor dicho, inexistente)
se le escapa de las manos pues, por momentos, aparte de aburrida y reiterativa,
se me antoja de lo más ridícula y poco creíble. Vaya, que aparte de algún que
otro toque visceral y de la presencia de Patrick Stewart dando vida al capo de
la ultraviolenta banda skin, la propuesta se queda en nada; nada de nada.
Si la mañana empezó mal, aún podía ir a peor, tal y
como demuestra la Ley de Murphy. Y Macbeth, la nueva adaptación de la obra de Shakespeare, dirigida por Justin Kurzel y protagonizada por Michael Fassbender
y Marion Cotillard, fue el producto ideal para que el Auditorio se llenara de
bostezos y de alguna que otra huida rauda de la sala. Un Macbeth
tras el que se esconde una pedantería supina: monólogos engolados inacabables,
interpretaciones de lo más insoportable (¿pero qué coño le han encontrado al
Fassbender de las narices?), un tempo lento y soporífero que no hay quien lo
aguante y, por si fuera poco, el empeño del director por darle un toque de
modernidad a su realización y al atuendo de ciertos personajes (como esas brujas que, aparte de
aumentar en número, dejan de denominarse "brujas" para vestir unos atuendos más
propios de una banda popera de los años 80). Y todo ello sin hablar de su amuermante
banda sonora que, compuesta por un tal Jed Kurzel (¿será pariente del director
el tío enchufao?), invitaba directamente a echar una cabezadita. Mucho Shakespeare
y mucha hostia pero, en definitiva, caca de la vaca. Que se vayan a tomar el
pelo a otra parte.
Con February, el debut tras la cámara de Osgood
Perkins (o sea, el hijo de Anthony Perkins), la cosa no mejoró en absoluto. En ella, y
a través de una realización muy pobre (¡paupérrima!), se nos narra el camino de
una joven hacia la locura quien, sin poder salir de su internado durante las
vacaciones de invierno al no ir a recogerla sus padres, vivirá unos días de lo
más extraño al lado de una compañera en idéntica situación. Siguiendo la tónica
de la edición de este año, la cinta es lenta, altamente aburrida y falsamente
efectista, aparte de copiar, en muchos aspectos, ciertas pajas mentales del
cine de David Lynch, como lo de utilizar dos actrices distintas para un mismo
personaje, cosa que también hizo Luis Buñuel en su época. Pero es que el niño
Perkins no es ni Lynch ni Buñuel y aún tiene mucho que aprender a pesar de las
pretensiones que abriga su película. Suerte tiene de las tres jóvenes
protagonistas quienes, con su trabajo, hacen olvidar un tanto tamaña
gilipollez. En definitiva: terror psicológico de lo más pretencioso.
Y si no habíamos tenido suficiente dosis de Michael Fassbender
con el Macbeth de los cojones, por la tarde llegó Slow West que, tal y como su
nombre indica, no es nada más y nada menos que un western lento. El tedio
seguiría apoderándose del Auditorio durante hora y media más con la historia de
un jovencito que, recién llegado del Viejo Continente, viajará por todo el
Oeste americano en busca del amor de su vida; un viaje durante el cual se
cruzará con toda clase peligros y personajes, pero todo ello a un ritmo de lo
más soporífero y, por momentos, surrealista. Dirige otro debutante, un tal John
Maclean y la protagonizan el citado Fassbender y el niñito Kodi Smit-McPhee (el
de The Road, un poquito más crecido). Slow West aburre hasta a las musarañas,
pero al menos, y en comparación con los tres films anteriores, posee un cuarto
de hora final genial, en donde el realizador se despierta de su siesta, le
impregna un ritmo y un montaje aceleradísimo y sorprende a la platea con un
tiroteo de lo más clásico y salvaje. Vaya, un tostón de padre y muy señor mío
con un toque adrenalínico final muy de celebrar.
La quinta película del día animó un tanto la jornada
ya que, a mi gusto, se encuentra entre lo mejor de esta edición. Se trata de
Cop Car (Coche Policial), un thriller rural y de carretera con todas las la
ley, en donde un par de niños, tras encontrar un coche de policía abandonado en
medio de un bosque y con las llaves puestas, deciden robarlo e iniciar sus
pinitos como conductores, ignorantes de que en el maletero del mismo llevan una
sorpresa que el sheriff corrupto propietario del automóvil pretende proteger a toda
costa. Una cinta filmada con nervio que, sin escatimar en violencia y tensión,
sigue demostrando que Kevin Bacon es único a la hora de encarnar a psicópatas
que disfrutan cruzando líneas rojas; un actor que es secundado a la perfección
por los dos jóvenes protagonistas: James Freedson-Jackson y Hays Wellford. ¡Qué
Tutatis proteja a la inocencia! Siguiendo los cánones clásicos del género y sin
entrar en experimentos fílmicos de ningún tipo, acaba resultando un producto
entretenido, inquietante y con un final que deja cierto mal rollito en el
cuerpo.
La jornada la cerró Hellions, una producción canadiense
que, dirigida por Bruce MacDonald, pretendía darle la vuelta al célebre, típico
y tópico “truco o trato” de la noche de Halloween. Una serie B bastante
insoportable y cargante que pone al límite a su esmerada protagonista principal, Chloe
Rose, una adolescente que, horas antes de celebrar la fiesta de Halloween,
decide quedarse sola en su casa tras haber recibido la noticia de un inesperado
embarazo. A partir de este punto, el tal MacDonald, empieza a jugar con el
viraje de su fotografía, trastocando colores, texturas y sonidos, al tiempo que
sumerge al pobre espectador en una especie de pesadilla, sin pies ni
cabeza, en la que la chica se ve acosada por una caterva de niños disfrazados y
violentos que no dejan títere con cabeza. O sea, alucinando pepinillos, en
honor a su preñada protagonista quien, antes del festival de innumerables desvaríos, se
atiborra constantemente de pepinillos con miel y sal. Es un film de esos tan
inconsistentes e innecesarios que es muy fácil olvidarse de él a la media hora
de terminar la proyección.
En poco, una ración más del Sitges 2015.
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