El domingo día 11, la cosa no empezó de manera muy
agradable, pues toco ver (o, mejor dicho, sufrir) Vulcania, una producción
española, visualmente atractiva a pesar de su nimio presupuesto que, dirigida
por el debutante José Skaf, plantea al espectador una patética fábula distópica
que remite directamente a El Bosque de Shyamalan. Contando con la colaboración
de un José Sacristán dispuesto a explotar hasta la exasperación su cargante voz
de falsete, la cinta nos narra el misterio que encierra una pequeña comunidad dividida
en dos clanes familiares y en donde, bajo el aspecto de industria metalúrgica, se
empiezan a suceder varios sucesos inexplicables. Fantasía de tres al cuarto y
un sinfín de actuaciones de lo más desangelado al servicio de un film tan
innecesario como aburrido. Película tan indigesta en la que ni tan siquiera
destaca una mujer como Ana Wagener.
A continuación, la segunda en la frente: la
norteamericana We Are Still Here, una de casas poseídas que no ofrece absolutamente
nada nuevo al género; tan solo, la aparición ridícula de una troupe de
fantasmas chamuscados y un poco más de aburrimiento para seguir con la tónica
general de la edición de este año. Dirigida por el también debutante Ted
Geoghegan, nos narra el mal rollo que vivirá un matrimonio madurito cuando,
tras la muerte de uno de sus dos hijos, deciden trasladar su residencia a una
vieja casa situada a las afueras de un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra. Más
de lo de siempre, pero en plan cine indie y con una coartada añadida que
pretende ser original pero que se convierte en un elemento de lo más ridículo:
convertir a los habitantes de la localidad en encubridores de los fantasmas que
habitan el lugar maldito. Difícil de digerir.
Por suerte el día se alegró con el visionado del
título al que esta edición rinde homenaje, el Seven de David Fincher, una cinta
que 20 años después de su estreno aún sigue tan vigente como el primer día. Una
estética y un guión (¡guionazo!) que creó escuela y a la que muchos realizadores
aún continúan remitiéndose. Siempre es un placer volver a revisar un clásico
(moderno) en una pantalla grande y disfrutar, en todo momento, de esos siete
pecados capitales en los que se apoya su cínico asesino en serie al que dio vida
de forma magistral un Kevin Spacey sublime. Brad Pitt y Morgan Freeman acaban
de redondear el producto. La verdad es que nunca me cansaría de verla. Todo en ella atrapa al espectador: su lluvia, sus muertecitos, su morbosidad, su tempo, su oscuridad y, de propina, ese fogonazo de luz para alumbrar uno de los finales más contundentes del cine.
Con la película siguiente el invento volvió a
estropearse. Se trataba de Turbo Kid, una coproducción entre Canadá y Nueva
Zelanda que pretende ser un homenaje al cine de los años 80 y que, de forma
ciertamente difícil de comprender, encandiló a buena parte del público del
Sitges 2015. Y es que, en realidad, se trata de un subproducto sin chicha ni
limoná que, a modo y manera de un Mad Max en bicicleta, intenta recurrir y
desgranar el estilo del cine de una década. Ambientada en un futuro
apocalíptico y por ello muy polvoriento, narra las peripecias de un chaval
huérfano pirrado por un héroe de cómic, una chica robótica un tanto borderline
y un aventurero solitario con las pintas de Indiana Jones que deciden
enfrentarse a un malvado un tanto sádico (penoso y envejecido Michael Ironside)
que controla la poca agua que queda en el planeta. A medio camino entre la
comedia chunga (¡chunguísima!) y la ciencia ficción de lo más tirado, discurre
una idiotada total que, ¡válgame Tutatis!, ha sido dirigida nada más y nada
menos que por tres individuos: Anouk Whissell, François Simard y Yoann-Karl
Whisell, "el trío de la bencina". Tres directores para una cosa tan mínima. Totalmente prescindible.
La penúltima cinta de la jornada se trató de la
sencilla aunque efectiva El Cadáver de Anna Fritz, una cinta de producción
española que significa la ópera prima de Hèctor Hernández Vicens. Filmada con
muy poco presupuesto y en un escenario casi único (las cuatro paredes de una
morgue), denota el dominio del suspense y del morbo de su director, un hombre
que curiosamente procede de haber escrito durante mucho tiempo los guiones de
los televisivos Lunnis. La película nos presenta la historia de un par de
amigos que, tras quedar tocados por la muerte de una atractiva actriz de cine
(la Anna Fritz del título), deciden hacer una visita al cadáver guiados por un
tercer colega que está empleado como celador en el hospital en cuya morgue descansa
el cuerpo de la mujer. Allí, la cosa se sale de madre y deciden saltarse
ciertos límites con la muerta. Una buena dosis de necrofilia y unas
cuantas sorpresas mantendrán al espectador despierto durante sus controlados 75
minutos de proyección. Lástima que sus actores, del primero al último, resulten
como bastante amateurs. Pero ese es un mal menor que sabe solventar muy bien su
realizador.
Y ya, cerrando el día, otra ópera prima, en este
caso norteamericana, con más de un aliciente en su haber, incluido el de la
presencia del siempre contundente David Morse. The Boy es su título y dirige un
tal Craig Macneill, quien nos aproxima a las vivencias del pequeño Ted
(excelente Jared Breeze), un niño bastante chungo que malvive en compañía de su
padre alcohólico en el destartalado motel de su propiedad; un motel solitario,
muy de la América profunda y situado donde Cristo perdió el gorro. La lentitud
sofocante de su narración se ve altamente compensada por el mal rollo y la tensión que
desprende la historia planteada y, ante todo, por unos quince minutos finales
dotados de una temperatura tan elevada que pondrá los pelos de punta a más de
uno.
Pues eso: estén atentos que esto continuará.
2 comentarios:
Ya veo que se ha enterado:
Maureen O'Hara. Sniff, sniff, sniff...
juer, ese era yo: caligula
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