Si en Buscando a Eric Ken Loach utilizaba la figura
del futbolista Eric Cantona como psicoanalista fantasma de su protagonista, en
la recién estrenada París-Manhattan, la realizadora Sophie Lellouche hace algo
similar con su idolatrado Woody Allen, convirtiendole en el
consejero espiritual y sentimental de una joven farmacéutica a la que,
apasionada por su cine desde pequeña, no le funcionan demasiado bien los
asuntos del corazón.
La propuesta, en principio, puede parecer simpática.
A pesar de no resultar muy original, siempre es interesante orquestar un
homenaje (aunque sea pequeñito, como éste) a uno de los cineastas que más han
influido durante las últimas décadas a varias generaciones de directores. El
entusiasmo que siente la protagonista por el cine y las opiniones de Allen se
extrapolan mucho más allá del personaje de tan particular farmacéutica, pues en
realidad, la que está en exceso pillada por la obra del autor de Annie Hall es,
en realidad, Sophie Lellouche quien, aparte de ponerse tras la cámara, ha
escrito el endeble guión del que se sustenta su trabajo.
Más que un homenaje, al que presta la voz e incluso
su físico el propio Allen (todo un mercenario del Séptimo Arte durante los
últimos años), la película es una copia forzada de las comedias románticas del
realizador neoyorquino. Sus frases y pensamientos (sacados, a veces,
textualmente de sus películas) inundan la proyección, así como un montón de
situaciones (forzadas, la mayoría de ellas) que hacen recordar muchos de los
pasajes de su cine, pero sin alma, totalmente desangeladas y sin mucha gracia.
Todo en París-Manhattan resulta grotescamente artificial;
artificial y previsible, empezando por ese empecinamiento de convertir la
ciudad de París en una especie de Manhattan afrancesado y terminando por la
elección de los temas musicales (muy del cine del director de Match Point) elegidos
para adornar los avatares sentimentales y familiares de la woodyallianesca
Alice Taglioni, su bienintencionada actriz principal.
A pesar de su escasa duración (a duras penas
su metraje sobrepasa la hora y cuarto), la cosa se me hizo eterna, tanto por la cursilería
que destila toda la propuesta como por el poco creíble personaje al que da vida
un esforzado Patrick Bruel, un experto en surrealistas sistemas de seguridad
que pretende ganarse el corazón de la cargante fan de Woody Allen.
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