A medio camino entre la comedia británica muy al
estilo de Full Monty y el cine crítico de Ken Loach, nos llega Pride, una
cinta coral que, dirigida con esmero por Matthew Warchus, se ambienta en la
Inglaterra de 1984, justo durante la huelga de mineros que castigó al gobierno de Margaret Thatcher para centrarse, ante todo, en un hecho muy
concreto: el de las acciones reivindicativas y de soporte que un grupo de gays
y lesbianas -el LGSM (Lesbians and Gays Support the Miners)- llevaron na cabo para
recoger fondos para la causa de los huelguistas. Un hecho histórico, narrado
con muchas licencias (perdonables) para darle más fuerza al producto (¡todo por
el espectáculo!) y que unió, en la lucha, a dos grupos totalmente disonantes,
el del colectivo homosexual y el de los mineros.
Pride es claramente una comedia coral, plagada de
numerosos personajes perfectamente perfilados con cuatro trazos de guión y que, aparte de su espíritu
crítico, apuesta de manera inteligente por el sentido del humor. La película se inicia con
la negativa del sindicato de mineros a aceptar las recaudaciones del grupo gay
y estos, decididos a llevar hacia adelante su empeño, deciden viajar hasta Dulais, un
pequeño pueblo galés minero, para intentar convencer a sus habitantes, la mayoría
de ellos sumidos en la huelga, de que acepten su colaboración.
La Inglaterra anclada en el pasado y la Inglaterra
transgresora cara a cara. Los personajes, en un principio antagónicos, empiezan
a interrelacionarse. Primero con recelo y luego con más convicción, dando lugar,
con ello, a un sinfín de momentos ciertamente divertidos y bien construidos.
Las historias personales se amontonan y, poco a poco, se van desgranando,
siempre con el decorado de un país marcado por la desazón política y social
imperante durante la era Thatcher. En algunos temas, Warchus profundiza más que
en otros pero, en general, siempre sabe contrapesar la balanza en todos los
aspectos.
Al buen devenir del producto hay que añadirle la
atinada elección de un casting totalmente acorde con las intenciones de su
realizador. Gente ya consagrada del cine británico como Imelda Staunton, Paddy
Considene o Bill Nighy, se alternan, con una fluidez exquisita con rostros más
jóvenes y no muy conocidos por el gran público (como George MacKay,
recientemente visto en Mi Vida Ahora y Amanece en Edimburgo, o Ben Schnetzer,
entre otros).
Un film fresco que, a pesar de sus presumibles
licencias narrativas respecto a la realidad histórica, se deja ver con agrado,
al tiempo que se convierte en un gratificante canto a la
libertad y a la solidaridad.
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