St. Vincent significa el debut en el campo del largometraje de Theodore Melfi, un hombre procedente del mundo del corto que, para su puesta de largo, ha contado con un excepcional Bill Murray para dar vida al peculiar protagonista de la misma, un perdedor nato; un hombre mayor que vive al límite en todos los aspectos: fuma como un carretero, bebe como un cosaco, alivia su soledad en compañía de una prostituta rusa embarazada y, de propina, ha dilapidado todos sus ahorros apostando en las carreras de caballos. El tipo atiende por Vincent (Vinnie para los amigos) y, con la llegada de una nueva vecina y el hijo de ésta, estará a punto de redescubrirse asimismo al convertirse en el atípico y accidental canguro del pequeño.
De hecho, St. Vincent no es más que una nueva vuelta
de tuerca a los típicos folletines almibarados con los que tan a menudo nos
castigan desde el cine norteamericano: un tipejo impresentable que, ante la
presencia de un chaval inocente y ante un maremágnum de inconvenientes
personales y emotivos, acabará redimiéndose y dejando al descubierto su gran e
inmenso corazón. Salvando las distancias, es como el Eastwood de Gran Torino,
pero en cutrillo y espolvoreado con una buena dosis de azúcar en polvo.
Suerte ha tenido el tal Melfi de poder echar mano de
un grupo de actores en total estado de gracia para, en parte, suavizar el
excesivo acaramelamiento de su propuesta; unos intérpretes que, con su buen
hacer, le han cedido unos gramitos de acidez a lo que podría haber resultado
una indigestión de melaza: Bill Murray, genial como siempre, se mueve a sus anchas a través
de su tosco y gruñón personaje, mientras que una sorprendente y
desconocida Naomi Watts parece divertirse de lo lindo jugando con su cuerpo y
explotando al máximo el acento ruso de su extraño rol, sin olvidar por
ello el inesperado cambio de registro de una controladísima Melissa McCarthy (alejada,
por suerte, de sus habituales comedias desmadradas) ni la contención con la que
afronta su papel el debutante Jaeden Lieberher, el niño que da vida al pequeño Oliver, el hijo de la vecina.
Algún que otro personaje que desaparece sin más de
la trama (como el usurero al que Vinnie debe un buen fajo de billetes) o la
inclusión de uno tan episódico e innecesario como
el de la esposa enferma (tan sólo añadido para recalcar el "buen corazón" del
protagonista), son algunos de los otros defectos de un film irregular y de
temática en exceso manida al que, repito, salvan del olvido sus benditos
actores.
Y es que, por ejemplo, tan sólo vale la pena acercarse a St.
Vincent para disfrutar de sus insuperables créditos finales, en donde
Bill Murray, al son del Shelter From the Storm de Bob Dylan, se marca una
inolvidable perfomance que hace digerir, de golpe y porrazo, la sobredosis de azúcar endilgada. San Bill Murray.
Sólo por Bill Murray habrá que ir a verla. A falta de Cazafantasmas III, buenas son estas cosas.
ResponderEliminar