A Rob Marshall le van los musicales, esto está
claro. Desde la brillantez con la que afrontó su ópera prima, Chicago, hasta la
irregularidad con la que llevó a la pantalla grande Nine, esa revisitación del
8 ½ de Fellini a golpe de la música de Andrea Guerra, se ha ido labrando un espacio en la industria. Ahora, amparado por la
Disney, se atreve con Into the Woods, adaptación del musical clásico de
Broadway con libreto musical y letrístico del gran Stephen Sondheim.
En Into the Woods se hace un repaso rítmico de unos
cuantos iconos que, desde el universo de los cuentos infantiles, se han
apoderado de nuestras mentes desde la más tierna infancia y que, en su mayor
parte, han adquirido cierto relieve físico gracias a las cintas de animación de
la casa Disney, la cual, por derecho casi propio, se ha convertido en madrina
de la operación. Así, en pantalla, vemos desfilar a una bruja malvada, a una resabiada e insolente Caperucita Roja y a su pertinente Lobo Feroz, a la Cenicienta, al pequeño Jack (el de
las habichuelas mágicas), a la propia Rapunzel y, entre otros personajes, a un
par de príncipes guaperas; personajes, todos ellos, que acabarán convergiendo
gracias a la tarea encomendada por la bruja a un panadero estéril y a su
mujer con el fin de realizar un hechizo que les otorgue el hijo que tanto
deseaban.
La cinta tiene un inicio magistral en donde se
presenta a la mayoría de sus protagonistas; un prólogo brillante y que, en su
perfecta coordinación, sabe pasar de un personaje a otro, en varias ocasiones,
de manera envidiable y siempre bajo la envolvente y al mismo tiempo delicada
partitura del maestro Sondheim. De todas formas, se trata de un inicio tan
magnético que, en su desarrollo, Marshall no logra jamás alcanzar de nuevo la
fuerza del mismo, a pesar de que, a lo largo de su desarrollo, consigue pasajes
ciertamente atractivos que convierten al film en un producto muy agradable de
visionar.
Into the Woods mezcla los cuentos clásicos y les da
la vuelta, cambia las resoluciones presentes en el imaginario popular y apunta
hacia derroteros distintos, siempre con un puntito de cinismo y cierto toque
siniestro, aunque sin pasarse de la raya, que por algo está la Disney
supervisando todo el cotarro y que, en el tramo final, con su habitual miedo a
no salirse de madre, logra que la historia se precipite un tanto y apunte hacia
un desenlace más blandengue y moralista de lo esperado.
Y allí, en medio de una cuidadísima escenografía, tan
oscura como atractiva, se mueven, cantan y bailan con una profesionalidad
absoluta un sorprendente grupo de actores que, encabezados por una genial Meryl
Streep en la piel de una esperpéntica bruja y por una brillante Emily Blunt
dando vida a la esposa del panadero (¡cada día me cae mejor esta mujer!), dan rienda
suelta a sus distintos personajes; unos personajes a los que, por cierto y a
partir de medio metraje, quedan un tanto desdibujados por culpa de un
guión un pelín atropellado que, en su apremio, se olvida de la evolución
personal de algunos de ellos.
Pese a sus latentes irregularidades (que de
haberlas, haylas), resulta un trabajo simpático, musicalmente delicioso,
tenebroso y, por momentos, encantador. Un film que debería ser familiar pero
que, debido a su sombrío y burlón tratamiento, terminará por enganchar más al
público adulto que a los pequeños de la casa.