Mañana se estrena Magia a la Luz de la Luna, el nuevo film anual de Woody Allen, un cineasta empeñado en estrenar un título cada año contra viento y marea. Tras la deslumbrante Blue Jasmine, ahora le toca el turno a un film menor; un film menor que, si hubiera sido realizado por otro director menos prestigioso, más de uno se atrevería a afirmar que se trata de un peñazo de mucho cuidado. Y es que, por mucha comedia romántica y ligera que pretende ser, la cosa se queda en un montón de situaciones previsibles y en un sinfín de diálogos y frases de lo más postizo aunque pretendidamente ingeniosas.
La historia nos presenta a Stanley, un famoso mago británico
que, a finales de los años 20, causa sensación sobre los escenarios de todo el
mundo con un espectáculo en el que se mezcla la magia más clásica con el
escapismo. Caracterizado de chino y bajo el exótico nombre artístico de Wei Ling Soo, el
tal Stanley, en su tiempo libre y despojado de su disfraz oriental, se dedica a dejar al
descubierto a teóricos médiums que utilizan sus engaños para embaucar a gente
de la alta sociedad. Es así como, a petición de un viejo compañero de
profesión, tras su gira por Alemania, viaja hasta la Costa Azul francesa para
intentar desenmascarar a Sophie, una joven norteamericana que se supone intenta
timar a una aristocrática familia inglesa afincada en el lugar, al tiempo que
acepta la propuesta de matrimonio del joven heredero de la misma.
Su premisa argumental parece prometer un ingenuo
divertimento, pero la cosa no pasa de tal premisa y, ya con la llegada de
Stanley a tierras francesas, el invento se queda encallado en un bucle del que
Allen muestra cierta dificultad para escapar; un bucle que se balancea entre el
escepticismo filosófico y religioso del mago y los aparentes poderes de la vidente, hasta que de pronto y de forma nada sorprendente, da un pequeño giro de guión para entrar a saco en una más que cantada historia romanticona.
Narrada a medio camino entre el Shakespeare de El Sueño
de una Noche de Verano y las comedias teatrales de Noël Coward y haciendo
hincapié en un tema recurrente en su filmografía como el de la magia, Allen
hace todo lo posible por llenar la cinta de referencias intelectuales de lo más
forzado, citando, entre otros y en diversas ocasiones, nombres como los de
Nietzsche, Dickens y Beethoven e incluso urdiendo un pedantillo (e innecesario)
homenaje al cabaret berlinés a través de la figura de una fugaz Ute Lemper en
plan Marlene Dietrich. La gafapastada que no falte, aunque su película no vaya
más allá de la medianía.
Si no había suficiente con tanto despropósito, Colin
Firth, en la piel del mago achinado, está de un histrión subido, mientras que
su partenaire femenina, Emma Stone, desvela una sosería interpretativa que tumba de espaldas,
mostrándose ambos incapaces de destilar la química necesaria para
resultar mínimamente creíble la relación entre ellos.
Como Woody Allen siga teniendo fans tan acérrimas y
almibaradas como la protagonista de la también recién estrenada
Paris-Manhattan, capaces de aceptarles positivamente todo cuanto haga, el
hombre seguirá haciendo películas sin parar, como si se tratara de una cadena
de producción automática. Y después, con honrosas excepciones (como esa grandiosa
Blue Jasmine), pasa lo que pasa: que aburre hasta a las musarañas.
La vimos este fin de semana. Divertida, deliciosa, un poco intrascendente pero con unos buenos palos a la credulidad (palos muy necesario en estos tiempos).
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