

La historia planteada en El Ultimátum de Bourne exige tener muy claro el final de El Mito de Bourne, el capítulo anterior. Y es que Paul Greengrass, su realizador, en un juego perverso y teniendo en cuenta que su protagonista sufre de amnesia, aprovecha para poner a prueba igualmente la memoria del espectador, consiguiendo que éste se esfuerce para ayudarle a cerrar el puzzle emprendido cinco años antes con El Caso Bourne (posiblemente la entrega más templada de la serie).
Trepidante es la palabra que mejor define el trabajo de Greengrass. Su acelerado ritmo, sumado a sus imparables y ya citadas escenas de acción, no dejan respiro alguno al espectador. Debido a su imparable cadencia narrativa, es comparable a una montaña rusa desbocada en la que puede ocurrir de todo. La brillantez con la que resuelve ciertos pasajes, mezclando el suspense con la acción -tal y como sucede en aquel que transcurre en la londinense estación ferroviaria de Waterloo-, o la espectacularidad y la tensión otorgadas a ciertas escenas -la sólida persecución por las calles y tejados de la ciudad de Tánger es un buen ejemplo de ello-, consolidan a este capítulo como el más atractivo de los productos de este género en lo que llevamos de año. Hasta incluso Matt Damon (quien al final encontró su papel ideal con este personaje) parece un buen actor. O, al menos, en esta ocasión se muestra capaz de estar a la altura de secundarios tan espléndidos como Joan Allen, Scott Glenn o David Strathaim.


¿Se imaginan esta secuela firmada, sin ir más lejos, por la elegancia y clasicismo que lució Martin Campbell en el nuevo Casino Royale? Y es que la templanza, por muy convulsa que sea la historia, es una buen modo de afrontar una cinta de similares características. Al menos, no es necesario que media platea tenga que recurrir a las biodraminas.
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