1.9.10

La Pandilla Basura

Stallone ha montado un circo y le ha quedado curioso. De hecho, Los Mercenarios, no es más que una autoparodia del cine protagonizado por héroes de acción. Y en este caso contando con la colaboración de algunos actores populares, especializados en soltar mamporrazos, que en alguna que otra ocasión le han intentado arrebatar el trono al propio Sylvester. Por no faltar, aunque sea en un pequeño cameo junto a Sly y Bruce Willis, ni falta el amigo Schwarzenegger. El toma y daca entre titanes está servido. Una escena, ésta, sin desperdicio alguno, tanto por su sentido del humor como por la indiscutible capacidad de cachondearse de sí mismos.

No hay que buscarle tres pies al gato. Los Mercenarios no es más que una película de acción montada entre amigotes del ramo con ganas de pasárselo bien. Hostia va, hostia viene. Explosiones a centenares. Persecuciones. Tiroteos a mansalva. De guión poco, poquito, pero de brutalidad y animaladas hay a raudales.

La historia no ofrece muchas novedades con respecto a otros títulos del género. En ella, un grupo de mercenarios es contratado por un misterioso tipo de la CIA para derrocar a un dictador de una pequeña república bananera. En realidad, tras el encargo se esconde una diana mucho más molesta que la del propio dictador. Y es que los servicios de espionaje norteamericanos nunca han tolerado que le salgan granos en el culo.

Sly, Statham, Jet Li, Lundgren y Mickey Rourke, junto con un par más de adquisiciones igual de zopencas, forman el grupo de élite protagonista (lo de élite es un decir). Bruce Willis sólo pasa por ahí, sin acreditarse, y bajo el nombre de Mr. Church (Señor Iglesia). Los tiempos han cambiado. La ultraviolencia que practican, para ellos, no es en absoluto incompatible con la filosofía (de baratillo) y el progresismo (friki) que desprenden. No es de extrañar por ello que el Rourke, un actor procedente de un cine con cierta autoría antes de perderse (física y psíquicamente hablando), suelte un discursillo profundo (lo de profundo también es un decir) sobre el poco sosiego que albergan las almas de unos seres que han dedicado sus vidas a segar otras vidas.

Tipos duros, solitarios, cafres y descerebrados... ¡altamente descerebrados! Enamorarse es casi un delito para ellos, un acto prohibitivo que podría trastocar sus planes. Los tatoos, el heavy metal y las motos son sus únicas vávulas de escape, sus distracciones favoritas durante los mínimos paréntesis de tranquilidad de que disponen.

El resto es de lo siempre, pero magnificado y exagerado de manera burda. En la platea, el consumo compulsivo de palomitas está asegurado durante su hora y media de metraje. Más que suficiente. El tiempo justo para no quemarse y disfrutar ante la irracionalidad visceral de un grupo pasado de rosca. Yo, al menos, no me aburrí. Al contrario, me reí con tanto desquicio. Cosas peores me he tragado en un cine. Al menos, no tiene pretensiones y su aspecto crepuscular y cutre me mola un rato largo.

Y atención, ante todo, a un par de puntos de inflexión irrepetibles. Uno es el ya citado encuentro tripartito entre Stallone, Willis y Arnold; el otro se encuentra en la primera y celebrada aparición de un atrotinado Mickey Rourke, montado en una Harley y en compañía de un putón verbenero que tumba de espaldas. Por algo, en tiempos, fue el chico de la moto. Para poner los pelos de punta.

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