21.3.09

Onanismo

Pedro Almodóvar se quiere a sí mismo. Y mucho. No contento con pasarse todo el día ante el espejo desgranando eso de “espejito, espejito, ¿cuál es el director manchego más guapo e ingenioso del planeta?”, ahora le ha dado por pegarse una paja a su propia salud a través de Los Abrazos Rotos, su nuevo título.

La cinta, en la que recurre de nuevo a una historia de amor fou, no es más que un gigantesco y desvergonzado guiño a su carrera anterior. Con la excusa de que uno de sus protagonistas (Lluís Homar) es un director de cine que ha perdido la vista en un accidente automovilístico (¿Un Final Made in La Mancha?), aprovecha la filmación que éste realiza de una comedia, Chicas y Maletas, para enfrascarse en volver a rodar, con ciertos matices, algunas de las escenas de la celebrada Mujeres Al Borde de un Ataque de Nervios (Chus Lampreave y gazpacho incluidos, ¡cómo no!) o, en su defecto, para insertar imágenes a lo largo del metraje que hacen clara referencia a otros productos suyos, como sucede con el primerísimo primer plano de los zapatos rojos de una espléndida Penélope Cruz y que transportan al espectador hasta el universo de Tacones Lejanos.

Pero no sólo de imágenes alusivas se alimentan estos Abrazos Rotos ya que su trama, una mezcla de melodrama triangular, cine negro y comedia, recuerda, en muchos de sus pasajes, a películas anteriores del autor, como ocurre con La Mala Educación, Carne Trémula o La Ley del Deseo. Y es que el hombre, en su bache inspirativo, da la impresión de haberse encallado, organizando, como única solución para salir a flote, un mastodóntico puzzle a base de retales robados de su filmografía.

A pesar de sus defectos, que son muchos y casi todos ellos claramente onanistas, la cinta también posee sus aciertos. Aparte de la exquisita concepción visual de la historia (narrada en dos tiempos perfectamente delimitados), el bagaje de Almodóvar como director de actores (y, ante todo, actrices) hace que saque a flote lo mejor de casi todos sus intérpretes (a excepción de un forzadísimo Homar, demasiado afeminado para encarnar a un amante heterosexual y tocado por un cantarín pelucón color panocha). Por ejemplo, en la breve aunque sustanciosa colaboración de una magnífica (y robótica) Lola Dueñas, dando vida a una mujer especializada en la lectura de labios, se esconde uno de los mejores, ingeniosos y más divertidos pasajes de la cinta; una cinta que, entre otros detalles, sube unos cuantos enteros cuando el director aparca el folletín a un lado y da rienda suelta a su espíritu gamberro y transgresor: una buena prueba de ello, se localiza en las estrafalarias ideas que vierte uno de los protagonistas sobre la posible confección de un guión para una película de vampiros.

Realizadores desengañados, escritores al borde de un ataque de nervios, actrices novatas, un inmenso flash-back y el inevitable toque gay habitual (representado en esta ocasión por un cameraman aficionado y muy a lo Peeping Tom), componen uno de los cantos de amor al cine más narcisistas de esta década. De fondo, y con la intención de que el circo no suene demasiado almodovariano, unos cuantas citas al cine culto (que siempre da prestancia y elegancia), desde el Blow-Up de Antonioni al Te Querré Siempre (Viaggio In Italia) de Rossellini. No es lo peor del cineasta, ni tampoco es lo mejor de su colecta. La pretenciosidad que desgrana le hace daño, aunque tiene su puntito: sobre todo cuando se deja de lloriqueos y sale a flote ese Almodóvar más fresco y divertido que muchos echan en falta. ¿Para cuándo una comedia al cien por cien?

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