14.10.08

Ustedes lo han querido: BARRY LYNDON

Pues nada, que tras la arrebatadora visceralidad de La Naranja Mecánica, el bueno de Stanley se pasó cuatro años observando -hasta el último detalle- pinturas de la escuela flamenca para, inspirándose en ellas, meterse de lleno en el rodaje de Barry Lyndon, uno de los títulos más soporíferos y argumentalmente vacíos de su carrera.


Empezar hablando sobre Kubrick y su Barry Lyndon de esta guisa, es una manera como otra de ganarme infinidadad de enemigos: militantes y defensores impenitentes, todos ellos, del metódico universo kubrikiano. Pero, simple y llanamente, me importa un bledo. Sería una necedad sin precedentes, por mi parte, catalogar de obra maestra a una película que me ha llegado a aburrir tanto como ésta... y, por si fuera poco, en tres ocasiones distintas. Mucho elegancia en la puesta en escena y en el diseño de vestuario (por algo la oscarizadísima Milena Canonero corría entre bambolinas), pero poquísima chicha (y excesivas pretensiones) en su dilatada y troceada narración.

Las andanzas por tierras europeas, a principios del XIX, de un botarate del nivel del tal Redmond Barry (el mismo tipejo que después consiguiera, tras su ansiada boda, el apellido Lyndon), no me interesan en aboluto; es más, me la trean floja (con perdón). De hecho, y a pesar de ese perfeccionismo irritante con el que el director del 2001 se aproxima (siempre a mucha distancia) a las insustanciales desventuras de su insensato protagonista, la película, en su totalidad, se me antoja un tostón de tomo y lomo.

Poca es la atracción que (para un servidor) merece un personajillo insolente que, a modo de ese estupendo Pequeño Gran Hombre de Arthur Penn, va saltando de rama en rama, a lo largo de tres interminables horas de proyección, para escapar de cuantos conflictos se mete al tiempo que, con sus continuos cambios de camisa, pretende encontrar su lugar en medio de una sociedad tan decadente como él. Un trepa sin sentido alguno; un ser arrogante y pésimamente perfilado, al que un gélido Stanley Kubrick examina sin ningún tipo de minuciosidad y desde una lejanía considerable, siempre desde el otro extremo, sin tan siquiera utilizar unos anteojos para aumentar sus miserias. Y no sólo lo hace con el tal Lyndon, pues aplica el mismo y nulo criterio descriptivo a la mayoría de sujetos que le rodean; tanto es así que, durante la trama, algunos incluso aparecen y desaparecen como el Guadiana.

A él, a ese hombre de cine que muchos han tildado de totalitario cada vez que se colocaba tras la cámara, en definitiva, lo único que le interesaba era el tratamiento de la imagen; el poder repicar cuantos cuadros clásicos le diera la real gana con la única ayuda del objetivo del gran John Alcott y, por defecto, jugar a cineasta de envergadura para rodar, casi por primera vez en la historia del cine, tan sólo con iluminación natural. ¡Olé a los huevos de Stanley! ¡Y olé también a quienes le aplaudieron la chulería!

“¡Qué bonitas son las escenas filmadas a la luz de la llama de las velas!”, sollozaban de placer los hippies de la época; “¡con qué delicadeza ha traspasado el mundo de la pintura al del cine!”, se sorprendían, ojos en blanco, los antepasados de nuestros gafapastas... Incluso, algunos, en pleno orgasmo psicomusical, se atrevieron a engrandecer, sin razón alguna, la falsedad de una machacona y repetitiva banda sonora construida a golpe de composiciones de Mozart, Schubert, Vivaldi, Johann Sebastián Bach y otros por el estilo. Y es que lo de la música clásica, en ocasiones, viste un montón... Y ante tanta grandelocuencia intelectual y artesanal, pocos en su día se atrevieron a gritar a los cuatro vientos que se habían aburrido como nunca con tan tremendo coñazo.

Es la tercera vez que me enfrento a Lyndon. Un duelo que desde 1975 siempre lleva ganando por agotamiento el desaparecido maestro. Carga su arma de tal pedantería que, tras un certero disparo, me tumba durante una larga temporada. Les puedo asegurar que, en esta ocasión, he puesto de mi parte para congraciarme con la cinta de marras y evitar así el disparo letal. Y no hay manera: Barry Lyndon es un peñazo soberbio y con un guión mínimo... pero, a pesar de ello, no puedo esquivar la bala. En realidad, no es más que una anodina sucesión de bellas filminas y contraluces, proyectadas sobre un fondo blanco y apoyadas en una música de empacho. En mi pubertad, sesiones similares (e incluso mejores), endilgáronme los salesianos en el cole y nunca (¡jamás de los jamases!) osé tildar de genialidad a ninguno de esos amuermantes montajes diaposotiveros.

Al pan, pan y al vino, vino. Lo único bueno, en medio de tanta soberbia cinematográfica, es la sosería con la que Ryan O’Neal afrontó el rol de Barry Lyndon, un personaje tan poco expresivo y pasmado como él mismo. O’Neal (uno de los actores más sosos que ha parido Hollywood) está en su salsa; insulsa, pero salsa al fin y al cabo... y es que Lyndon tiene tan poco peso específico como él. Sólo es cuestión de pasear su figura y su inexpresivo rostro por donde mande el jefe, a modo y manera de ánima en pena y a sabiendas de que su amo y señor, el tiránico Stanley, contó con él como puro ornamento con el que ofrecer al espectador un pequeño y humilde toque de humanidad: el truco era situarlo en la esquina más alejada de la fotografía y evitar que se moviera en exceso.

Un tanto de lo mismo ocurre con Lady Lyndon, el papel de Marisa Berenson, una (atractiva) presencia que, debido a su belleza y a su silencio, podría haber resultado ciertamente inquietante si no fuera por la mínima atención que el guión le dedica a ella; por cierto, un guión que fue escrito en solitario por el propio Kubrick sobre la novela de William Makepeace Thakeray.

Irlanda, la Guerra de los Siete Años, la cobardía, el espionaje, la aristocracia carcomida, las crisis (las económicas y las otras), los duelos a muerte, el amor, el desamor, la locura, el engaño, la mentira... demasiados apuntes para no ser conducidos nunca a un final concreto; la mayoría de ellos arrancan, aunque luego se pierden en la inmensidad de un largo y tortuoso camino; otros tan sólo se intuyen, ni siquiera llegan a despegar. Todo sea porque la imagen le quedó maja, de museo... pero sólo la imagen.

Dos años más tarde, en el 77 y sin tanta pomposidad y engreimiento, Ridley Scott, desde Los Duelistas, también se acercó a la misma Europa y a la misma época y, valiéndose de un tratamiento visual parecido, orquestó una historia con pies y cabeza plagada de personajes perfectamente delimitados. Se trataba de una ópera prima y por ello, ciertos resabiados, no le prestaron la más mínima atención... “¡Bah, una copia mala de Barry Lyndon, seguro...!”, insinuaron los más tercos y ultradefensores del cine de Kubrick. 48 meses más tarde, y del vientre del mismo director, nacía una criatura llamada Alien. Fue entonces, justo en medio de tal terremoto cinéfilo, cuando algunos cegatos descubrieron -sin aún reconocerlo del todo hoy en día-, que Los Duelistas es una muy buena película... y que Barry Lyndon, aparte de un peñazo, no es más que una cuidada exposición de fotografía y pintura en forma de celuloide.

Eso sí: ¡pero qué técnica tenía y qué bien filmaba el Kubrick de las narices!

1 comentario:

Nacho dijo...

A mí también me ha parecido un auténtico peñazo!