31.7.07

Más allá de las nubes

El salón es inmenso. Las paredes están pintadas de color azul celeste, igual que el techo. No hay ventanas ni muebles; tan sólo, en un rincón, una pequeña mesilla de caoba, sobre la que descansa un antiguo teléfono góndola que no para de sonar. Unos pasos precipitados retumban por toda la estancia. Son los pasos de un hombre viejo y canoso que, a pesar de su aparente decrepitud, demuestra cierta destreza física en sus rápidos andares. Se aproxima a la mesa y descuelga el teléfono:

- ¿Sí, dígame?

Una voz entrecortada suena al otro lado del hilo telefónico:

- Oiga, ¿me podría poner con Michelangelo?

- ¿Michelangelo?... Un momento. Espere. Creo que acaba de llegar... ¿De parte de quién, por favor?

- Ingmar; dígale que soy Ingmar...

- ¿Ingmar...?

- Sí, Ingmar; Ingmar Bergman. Recién llegué anoche. Estoy en la 324.

- “¿Recién llegué anoche?”... - pregunta sorprendido el anciano -. Por esa construcción gramatical, intuyo que debe ser usted sudamericano, ¿verdad?.

- No. Soy sueco. SU-E-CO. – recalca Ingmar un poco indignado -. Ingmar Bergman. Posiblemente me hayan subtitulado en Sudamérica y no me haya entendido bien.

El viejecillo sonríe y, separándose el teléfono de su rostro, indaga en él la posibilidad de encontrar algún subtítulo. Nada. Acto y seguido, retoma la conversación:

- Mire, señor Bergman; el señor Antonioni justo acaba de presentarse y, en estos momentos, le estamos tomando sus datos.

- ¿Con quién hablo? – pregunta Ingmar.

- Con Pedro, el de la recepción. ¿No se acuerda de mí? Ayer mismo, a su llegada, le atendí en persona.

- Bien, Don Pedro: necesitaría hablar urgentemente con mi colega Michelangelo. ¿Podría hacer una excepción y decirle que se ponga al teléfono por unos segundos?

Pedro se queda mudo, impasible. Apoya el teléfono en la mesita y corre raudo hacia una puerta que está en el otro extremo del salón. La abre y desaparece tras ella. Al instante, vuelve a aparecer en compañía de Antonioni, el cual se pone al aparato:

- ¿Si?

- ¿Michelangelo? ¿Eres tú? – inquiere la voz al otro lado del teléfono.

- Yo mismo. ¿Con quién hablo?

- Con Ingmar, el de los Gritos y Susurros.

- ¡Hombre, Ingmar! ¿Qué tal? – exclama Michelangelo desvelando cierta ilusión en su cara.

- Tirandillo... Pero al saber que también veías aquí, he pensado que podríamos compartir mesa esta noche. Así charlamos de nuestras obsesiones y maldecimos un poquito a Steven Spielberg y a todos esos papanatas que le rodean, ¿qué te parece?

- ¡Perfecto! Gran velada: tú hablas de religión y de la muerte, y yo te comento mis desamores y los tiempos muertos. Deja que acabe de aposentarme y luego nos vemos. Aprovechando la coyuntura, llama también a Billy Wilder para que venga... Me apetecería volver a verlo.

- Lo intenté antes, pero se ha hecho el sueco. Como excusa me ha asegurado que tiene una cita con Jack y Walter.

- ¿El sueco...? – se extraña Antonioni -. ¿Pero el sueco no eras tú...?

Un silencio sepulcral denota el malestar de Bergman. Carraspea y luego vuelve a hablar:

- Por cierto... – se aclara la voz de nuevo-: Esta tarde, al saber que vendrías, he repasado Blowup en DVD y, siento decirte, que me gusta muchísmo más el remake que hizo de tu película De Palma.

Mientras, abajo, en la Tierra, miles de tipos cincuentones, barbudos y luciendo gafas de montura de pasta, visitan la consulta de sus respectivos psiconalistas. Todos creen haber perdido el rumbo de sus vidas y aseguran, entre sollozos y al unísono, que en dos días se han quedado sin referentes.

Descanse en paz Michelangelo Antonioni.

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