23.5.07

EN RESUMIDAS CUENTAS: Un par de derechazos directos a la mandíbula

A buen seguro, a Todd Solondz le hubiera gustado filmar un título como El Fin de la Inocencia, pues contiene varios de los elementos que al vitriólico realizador de Nueva Jersey le encanta utilizar en sus productos. En realidad, la película supone el segundo largometraje de Michael Cuesta, un neoyorquino que, aparte de estar influido por la carrera del responsable de Palíndromos, deja entrever claramente que, en su anterior etapa televisiva, se encargó de algunos de los capítulos de A Dos Metros Bajo Tierra, una serie también punzante y comprometida.

El Fin de la Inocencia se inicia con la muerte accidental de un niño de 12 años, incidente que marcará de por vida a sus tres compañeros más allegados: su propio hermano gemelo, una niña oriental y Leonard, un joven con graves problemas de sobrepeso. La cinta analiza, de modo cínico y desbordante, las inexistentes relaciones entre unos hijos y unos padres que se niegan a asumir que, a pesar de la temprana edad de sus pequeños, éstos tienen vida y pensamientos propios.

Un trabajo independiente que resulta tan cáustico como espléndido. Michael Cuesta no muestra ni una sola concesión a la taquilla y, a pesar de la crudeza psicológica que ello conlleva, conduce a sus personajes y al propio espectador por el cauce más lógico y natural, aunque este viaje pueda concluir en tragedia. La rabia causada por la impotencia ante ciertos hechos y el irrefrenable deseo de hacer realidad los pensamientos más ocultos, serán los principales causantes de que tres niños se conviertan en precoces adultos de la noche a la mañana. Una manera de crecer bastante indigesta.

Un curioso y cínico homenaje a la enmascarada y cinematográfica figura de Jason y las compactas interpretaciones de sus jóvenes actores, acaban de redondear un producto en el que no escasea la mala leche y que plantea, metiendo el dedo en la llaga, uno de esos aspectos que nunca se han querido reconocer de los más pequeños de la casa. Y es que éstos, a pesar de su corta estatura y ante algunas situaciones muy concretas, resultan más maduros que los propios mayores. Ellos también tienen su corazoncito, y su cerebro ya maquina de manera autónoma.


Candy es otro film duro, asfixiante y crudo: todo lo contrario que su endulzado título. Una especie de revisitación de Días de Vino y Rosas, pero en versión australiana, de corte independiente y cambiando el alcohol por la heroína. Neil Armfield es el nombre de su director; un nombre que, a partir de ahora, se tendría que empezar a tener en cuenta.

Candy es una chica guapa y encantadora que se desvive por convertirse en una pintora famosa. Físicamente, es como un atractivo clon juvenil de Nicole Kidman. Su compañero es Dan, el émulo perfecto de Val Kilmer; un tipo sin oficio ni beneficio que, por culpa de su adicción a la heroína, ha echado su vida a perder. El efecto dominó para con su chica será igualmente devastador. Cuando él se metía sus picos, intentaba –relativamente- mantenerla a ella al margen. Candy se conformaba con hacerse un rulo y enchufársela por la nariz. Pero todo tiene su tiempo y el caballo galopa a una velocidad imposible de frenar. De las fosas nasales a la vena hay un mínimo escalón, y esa frontera es facilísima de cruzar. Una vez al otro lado, no hay marcha atrás posible. Y Candy y Dan lo saben muy bien.

Un film contundente. Un mazazo visual y temático. El fuego en las venas invade la platea. La ansiedad del yonqui; la precariedad y la degradación humana a cambio de un viajecito más. Una historia de amor triangular: ella, él y el jaco. El tercero en juego tiene las de ganar. Una ruleta rusa de la que es muy difícil escapar. El juego no ha hecho más que empezar.

Tres son los capítulos que delimitan Candy: El Cielo, la Tierra y el Infierno. Por este mismo orden. Una película que hay que ver, aunque no sea precisamente la alegría de la huerta. Uno tiene que armarse de valor para enfrentarse a ella, pues Candy escuece. Más que escocer, duele. Es por ello que se debe ir al cine dispuesto a penetrar en los rincones más recónditos y oscuros de nuestras debilidades.

Candy es una cinta gore. Pero un gore distinto; una nueva variedad del género, sin tripas ni cachitos de seso desparramados por el suelo. Esos detalles sanguinolentos y de mal gusto, comparado con todo lo que se esgrime en Candy, es un gore de chicha y nabo. El gore más efectivo es el que se ampara, más que en las imágenes, en la realidad más infernal; aquella que se apalanca en el cerebro directamente a través las venas: la autopista del plasma más cara del planeta.

Atención, sobre todo, a la presencia de Abbie Cornish, una joven actriz que promete mucho y que da vida a esa Candy que ha perdido definitivamente su candidez. Su solidez interpretativa supera en mucho a la de Heath Ledger, su compañero de picoteos en el film. Una brillante actuación que la empareja, directamente, con Geoffrey Rush, ese sastre recién llegado a Australia que, procedente de Panamá, está dispuesto a convertirse en la viva imagen de Mephisto.

No hay comentarios: