16.6.06

Pignon, ese hombrecillo

A Francis Veber, en Francia, su país de nacimiento, se le considera el Rey de la comedia. Títulos como Vicios Pequeños o, más recientemente, La cena de los Idiotas y Salir del Armario se han convertido en grandes éxitos comerciales, tanto en su tierra como en el resto de Europa. Su cine es fácil. No hay segundas lecturas y su contenido es altamente popular. Entretenimiento sin más, sin coartadas populares y con un claro aire de vodevil.

Ahora se acaba de estrenar en España su nuevo trabajo, La Doublure, que en castellano significa, más o menos, El Reemplazo. Aquí -con la malsana intención de recuperar la taquilla conseguida con la Cena de los Idiotas-, se ha optado por el más truculento de El Juego de los Idiotas.

Para el film, Veber vuelve a recuperar a Pignon, su personaje fetiche que ha sido interpretado, en varias ocasiones, por distintos actores para su cine. Más que un mismo personaje es un símbolo: la imagen del hombrecillo anónimo, de clase media baja, cultura justa y que jamás se ha visto envuelto en situaciones comprometidas y complicadas hasta que Veber lo atrapa en sus redes. Un antihéroe urbano que, en esta ocasión, se ha introducido en el cuerpo de Gad Elmaleh, un actor marroquí que, con su aire embelesado a lo Buster Keaton, acaba resultando lo mejor de El Juego de los Idiotas. Su mirada perdida y tierna, sumada a la pinta de bonachón, le convierten en un Pignon ideal; un François Pignon que se gana el pan de cada día como aparcacoches de un lujoso establecimiento situado frente a la Torre Effiel.

Una fotografía callejera de un paparazzi, en la que salen Pignon, una espléndida top-model y el multimillonario amante de ésta, obligará a nuestro hombre a compartir su pequeño apartamento con la envidiada mujer: una rubia guapísima y tentadora, de piernas interminables. Tendrá derecho a todo, menos a pernada. Una extraña pareja construida como tapadera para paliar las sospechas de Christine, la esposa de Pierre Levasseur, el marido adúltero que teme perder su fortuna en el caso de que su media naranja solicite el divorcio.

La idea inicial es descabellada y, a priori, tiene su gracia, pero Veber no le ha sabido sacar buen provecho a la historia. Se queda a medias tintas en demasiados aspectos. Ha exprimido muy poco sus posibilidades y la película no acaba de funcionar. A veces, incluso, todo cuanto expone suena muy cursi, como si se tratara de una historia de príncipes azules destinada a un público de quinceañeras enamoradizas. Caricaturiza en exceso a ciertos personajes, como ocurre en el caso del matrimonio Levasseur; tanto Daniel Auteil como Kristin Scott Thomas están muy exagerados en sus respectivos papeles. Por otra parte, ese aire de vodevil que tan elegantemente dominaba en otros títulos ha desaparecido por completo y, al final, da la impresión de que su director se incline más por resaltar la ciudad de París en forma de bella postal turística que por construir un guión mucho más ágil e ingenioso.

Aparte de la interpretación del citado Gad Elmaleh, El Juego de los Idiotas funciona muy bien cuando los personajes secundarios toman las riendas de algunas escenas. Un doctor hipocondríaco que odia a sus enfermos o el antiguo compañero de apartamento de Pignon quien, con la aparición de la esbelta modelo, ha de mudarse a casa de su madre alcohólica. Ellos, indiscutiblemente, consiguen los mejores momentos de un film fallido y vacío y que, en parte, pierde ese toque de malicia y cinismo que se adivinaba en otros títulos de su realizador.

De todas maneras, tomen nota de un nombre: Alice Taglione... ¡qué piernas! ¡qué cuerpo! ¡qué altura! ¡qué todo...!

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