29.7.05

Aquella casa al lado del cementerio

Viven al lado mismo de un pequeño cementerio de Brooklyn. Son dos ancianas venerables y bonachonas. Abby y Martha Brewster. Y con ellas se aloja también su propio hermano, Teddy, un hombre con sus facultades mentales algo mermadas que asegura ser el mismísimo presidente Roosevelt. Pocas horas antes de empezar la noche de Halloween llega a ese entrañable hogar su sobrino, Mortimer, un reputado crítico teatral que siempre ha sido contrario a la idea del matrimonio. Casualmente quiere despedirse de sus tías y comunicarles que, tras haberse casado con la hija de un pastor protestante, parte en su viaje de luna de miel hacia las cataratas del Niágara. Pero, tras descubrir algo muy lúgubre en el lugar, decidirá posponer por unas horas su marcha.

Éste es el punto de partida de Arsénico por Compasión, una comedia espléndida que, en parte, rompió un tanto con el estilo anterior de su realizador, Frank Capra. Viéndose acusado, de manera injusta, de hacer un cine un tanto blanco y conformista, dejó de lado sus habituales fábulas sobre el sueño americano y se dispuso a adaptar una obra teatral marcada por un sobresaliente humor negro. Negro y macabro.

Cary Grant es, en el film, Mortimer Brewster, un tipo que, en pocas horas, ve cambiar radicalmente su vida. Primero por haber cedido y dejarse atrapar en las redes del matrimonio y, segundo, por descubrir el oscuro secreto que escondían sus respetables y adoradas tías, así como por el reencuentro, tras varios años sin saber de él, con su hermano, un ser sanguinario y de pocos escrúpulos que, huyendo de la justicia, busca refugio en casa de sus parientes. Y Grant, siguiendo los consejos de un Capra dispuesto a desmelenarse por primera vez, siguió al pie de la letra los mismos, construyendo un personaje histérico, al borde del infarto, y que a través de sus exageradísimas muecas expresa, al máximo detalle, sus sentimientos más profundos. Odio, asombro, terror y misericordia. Y todo ello, en la mayoría de ocasiones, valiéndose sólo de sus expresiones faciales y de sus gestos astracanados. Disparatados y pasados de rosca. Igual que el resto de la película. Y eso no es ninguna crítica negativa, al contrario. Tiene un valor infinitico. Colocarse, interpretativamente hablando, al mismo nivel que el del trepidante ritmo narrativo empleado por el director, tiene su mérito. Un vodevil mortuorio, ambientado (en su mayor parte), en un único escenario, el interior del domicilio de las hermanas Brewster.

Y allí, en ese domicilio, abriendo y cerrándo puertas y ventanas, acaban desfilando todo tipo de figuras, a cual más chiflada. El tío Teddy (un magistral John Alexander), con su corneta, subiendo y bajando escaleras a todo meter; las dos damas bondadosas (inolvidables Josephine Hall y Jean Adair) caminando a saltitos por la estancia; el monstruoso y sádico hermano de Mortimer y su cirujano plástico particular (mayúsculos Raymond Massey y Peter Lorre) o la presencia impagable de uno de los grandes secundarios de la comedia, el único e incomparable Edward Everett Horton, dando vida al eminente psiquiatra propietario del sanatorio mental Los Años Felices.

En Arsénico por Compasión todo conjuga a las mil maravillas. No hay ningún bajón. Al contrario, todo lo que acontece en casa de los Brewster es de un crescendo imparable. Los chistes y enredos se suceden uno detrás de otro. Y Capra se despacha a gusto detrás de la cámara. Juega con el blanco y negro, con las luces y las sombras, trasladándose hasta el universo de James Whale para retratar al frankenstiniano personaje de Raymond Massey, un ser al que todos confunden con la viva imagen de Boris Karloff, actor que, por cierto, había interpretado en los escenarios teatrales al siniestro hermano de Mortimer.

Basándose en el libreto original de Joseph Kesselring, Julius J. Epstein y Philip G. Epstein urdieron su electrizante guión. Se trataba de los mismos individuos que, un par de años antes, se habían encargado de escribir la mítica Casablanca. Si en el film de Michael Curtiz trabajaron un poco a salto de mata, en el de Capra lo hicieron de manera más metódica y estudiada. Poco a poco van deshilvanando la realidad, hasta llegar a un punto en la que ésta se convierte en el surrealismo más puro y aciago. Nada es creíble, todo está desatinadamente fuera de órbita. Pero en su delirio y en su ingenio está la clave. Y, cómo no, en su celebrada fauna de secundarios excelente y, ante todo, en Cary Grant quien, en esta ocasión, fue capaz de inflar hasta límites inconcebibles su comicidad innata, entonando a la perfección con el estilo buscado por su director.

Una comedia maravillosa. De las grandes. Y que, al mismo tiempo, significó una avanzada defensa (entre líneas) de la eutanasia. Una buena dosis de sabiduría cinéfila que, de vez en cuando, vale la pena revisar.

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