18.4.05

Ustedes lo han querido: CARRETERA PERDIDA

Con ésta, ya es la tercera vez que me enfrento a Carretera Perdida. Bueno, si les he de ser sincero, es la segunda y media, ya que en su estreno, en cine, me largué de la sala a la hora de proyección, cansado de tanta estupidez. Y es que David Lynch es uno de esos realizadores que, en general, tienen la facultad de crisparme. Ese hombre, con su particular universo, logra sacarme de mis casillas. Vaya, que no soporto el cine de Lynch, excepto raras excepciones. Y precisamente, la Carretera Perdida de marras no es una de ellas.

El cine de ese hombre es comparable a la cocina de Ferran Adrià. El tío experimenta y experimenta. Los espectadores somos su conejillo de indias. Los más benévolos aceptan sus torturas narrativas e incluso, afirman que se trata de obras maestras. Paparruchadas. Igual que con el propietario de El Bulli: hay gente que paga una fortuna por zamparse una mini tortilla de patatas Matutano o un sorbete de papilla de merluza espolvoreada con cacao. Simples tonterías snobistas, pues no hay nada mejor que la típica tortilla española o un buen filete de ternera, poco hecho, vuelta y vuelta. Lo demás es puro elitismo, como el cine de Lynch.

Y Carretera Perdida se encuentra en esa fase de experimentación (o, mejor dicho, de tomadura de pelo), en la que algunos han creído descubrir la panacea del cine actual. Francamente, a mí, que me la expliquen. De las dos veces que me la he tragado enterita, de cabo a rabo, no he entendido absolutamente nada. Nada de nada. Varios han sido los que me han intentando dar algún razonamiento lógico sobre lo que ocurre en pantalla, pero cada uno de ellos me ha expuesto una teoría dispar. Un poco como en lo del monolito del 2001.

Estoy casi seguro que Lynch, a la hora de escribir el guión, se pegó unos cuantos ácidos. Así, por el morro. Es la única manera de poder entender el que se gestara un film tan incoherente como éste. Aburrido, lento en exceso, con innumerables y agotadores fundidos en negro (al menos hay uno cada tres minutos) y con una historia insoportable a la que no hay por donde pillar.

Les aviso que a continuación pueden haber spoilers, pero les aseguro que tanto da, pues tampoco van a entender nada. Y es que esta tremenda bufonada bien merece ser contada en su integridad. Perderle el respeto, vaya. La cinta narra una especie de bajada a los infiernos por parte de un saxofonista con la cara de coliflor de Bill Pullman (¡qué soso es ese pobre hombre!). Éste se siente agobiado por una extraña presencia que ronda por su domicilio, una casa de esas postmodernas con cortinaje rojo incluido (¿cómo podían faltar esas cortinas rojizas en una película de Lynch?). En este caso no hay enanos ni ciervos, aunque ni los unos ni los otros hubieran desentonado. Seguramente el circo en donde el realizador los alquilaba estaba cerrado por vacaciones y, para suplir esa habitual constante de su cine, echó mano de Robert Blake Baretta (sin el loro que le acompañaba a todas partes), le maquilló el rostro con polvos de talco e hizo que, cada dos por tres y de manera inesperada, éste se fuera apareciendo ante el colgado personaje de Bill Pullman. Eso sí, diciendo incoherencias, muchas incoherencias, para sorprender e intrigar aún más al músico. Tan loco se vuelve éste que, en un ataque de paranoia, acaba asesinando (o, al menos, eso parece) a su propia esposa, la Patricia Arquette teñido su cabello de negro.

Total, que el tipo acaba siendo encerrado en una prisión del estado y condenado a la pena capital. Como la película no podía acabar allí, pues no había llegado ni a la hora de metraje, maquina que el Pullman tenga muchos dolores de cabeza y que sufra de insomnio, al mismo tiempo que le hace pasar por varias alucinaciones en las que se le aparece una barraca que nace de las llamas y de cuyo interior asoma, de vez en cuando, el careto del Baretta. ¿Será eso una metáfora de un quinceañero para descubrirnos la presencia del infierno?. Supongo que, en este punto, al Lynch se le atravesó el último tripi que se había zampado y, como venganza, decidió sorprendernos con un golpe de efecto ciertamente patético, pues el Pullman, como por arte de birlibirloque, deja de ser Pullman y ¡hale hop! se convierte en Balthazar Getty con patillas (otro tío soseras en donde los haya). Total, que los carceleros alucinan. Nadie entiende nada. El espectador menos. Dos de ellos, de los que leen a Kilkegard, creen estar sobre la pista de lo que nos cuenta el realizador... Y claro, como Pullman ya no es Pullman y ahora es Getty, le han de soltar, que se vaya a su casita con los papaitos, aunque controlado de cerca por la secreta, no sea que ese joven con patillas esconda algún secreto mayúsculo.

La familia del Getty está tanto o más sorprendida que el público ante la vuelta del hijo que había desaparecido unas cuantas noches antes. Ese regreso hay que celebrarlo con Nescafé, pero como no es Navidad, Lynch sigue con su historia y hace que el hijo pródigo se reincorpore a su trabajo habitual, pues el chico es mecánico en un taller de automóviles propiedad de Richard Pryor (¡qué bueno es el tío Lynch, que le dio un mínimo papel a Pryor, en su silla de ruedas, cuando ya nadie se acordaba de ese afroamericano apayasado!). Y en su primer día de trabajo, después de haber dejado de ser Pullman, el Getty tendrá que afinarle el motor al cochazo de Robert Loggia, un gángster que se pone de los nervios cuando otro conductor no respeta el código de circulación. Y como el mecánico patillero le afina el motor de puta madre, ese mismo día, por la noche, le acercará otro coche de su propiedad para que le de un vistazo de experto. Pero el chico con patillas, que antes había sido Pullman, lo que de verdad querrá revisar es a la rubia de bandera que acompaña a Loggia y que no es otra que, de nuevo, la Patricia Arquette, aunque teñida diferente. ¿Pero no se la habían cargado ya en la primera parte de la película?.

La reaparecida Arquette se fija en que la bragueta del chico patilludo ha aumentado un poco con su presencia, con lo que le tirará los tejos. Y, a la primera de cambio, estarán follando en un apartamento (de tonos rojizos) en mil y una posiciones distintas y con música heavy de fondo (¿cómo es que nadie critica al Lynch por insertar vídeo-clips eróticos en la historia, tal y como hacen con otros directores menos reputados?). Y se ven muchas veces más. Siempre copulando y con el heavy a tope. Una, dos, tres, cuatro veces. Y el Loggia que con razón se mosquea, pues esa rubia, la Arquette, la que antes iba de cabello negro y ahora ya no, es su chica. Y con una llamada telefónica, con el Baretta blanquecino sentado a su vera, le dice que le va a pringar como siga tirándose a su novia. Y el Getty, que no se acongoja ante nada, decide seguir un plan urdido por la Arquette para huir del gángster y que, en realidad, es tan sólo una excusa para que se cargue a un tipo con bigote al que le encanta dar por culo (al Getty no, a ella, no vayan a confundirse más de lo que están).

Y, dicho y hecho, tras una lucha cuerpo a cuerpo, el de las patillas que antes fue Pullman y ahora no, se carga violentamente al enculador del bigote. Y ella dice que van a pillar una carretera perdida para fugarse. Y, en realidad, lo que hace es conducirle hasta esa barraca nacida de las llamas que se le aparecía al Pullman en presidio, no sin antes pegarle un polvo al Getty, con música heavy, en el interior del coche. Y ella, desnuda, entrará en la barraca y desaparecerá para siempre, dando paso al Baretta con una cámara de vídeo en mano. Y el Getty, también desnudo como ella, se convertirá en Bill Pullman. Y , claro está, con su cara de coliflor dejará incluso de lucir esas patillas tan fenomenales. No entenderá que hace allí en plena noche, en medio de un desierto y con el Baretta soltando animaladas. Total, que decide pillar el coche, ir en busca del Loggia y entregárselo al del vídeo, el tipo de la cara enpolvada que, desde que no le acompaña su loro, le da a veces por practicar la ventriloquía con teléfonos móviles. Éste, cámara de vídeo en una mano y pistola en la otra, dejará tieso al Loggia de un balazo y el Pullman, apenado (y soso) por tener cara de coliflor sin patillas, volverá a su casa postmoderna, lugar en el que están apostados los de la secreta, no se sabe muy bien por qué ya que, en realidad, tenían que estar controlando al de las patillas. Y el Pullman que los ve, se monta en su coche y huye despavorido, perseguido al menos por más de media docena de coches de policía.

Aquí, justo aquí, al Lynch se le acabó el efecto de los ácidos. Y, en lugar de seguir colocándose él, optó por colocar los créditos finales.

Odio a Lynch, ¿está claro?.

2 comentarios:

Eddy dijo...

normal que no entiendas nada, con esa cara de muñeco de goma, entre semi subnormal, y sub normal del todo que tienes...

es que de donde no hay, no se puede sacar... y ya bastante haces.. si hasta has aprendido a escribir chaval!!!

Spaulding dijo...

Me quito el sombrero ante usted, señor Eddy. A la gente inteligente hay que respertarla. Sus palabras me han impresionado. Es usted todo un Premio Nóbel.