10.4.05

El sudaca polaco

Hacía tiempo que no me aburría tanto con una película como ayer por la tarde. Y no sólo aburrirme, ya que El Abrazo Partido incluso me llegó a indignar, pues se trata de una pedantería vacía como la copa de un pino. O más... casi, casi, como una catedral. Vaya rollazo inconsistente y sin nada que contar, excepto darle vueltas y más vueltas a la misma anécdota.

En parte me jode bastante que me haya defraudado, pues desde hace unos cuantos años estoy ciertamente enganchado al cine que nos llega desde Argentina. En general se trata de un cine fresco, con ideas nuevas y con guiones muy cuidados, siempre al límite de la fatuidad pero sin caer de lleno en ella. Pero alguien tenía que romper el molde y caer de lleno en la ampulosidad verborreica más cargante. Y ese alguien ha sido Daniel Burman, el director de El Abrazo Partido.

Su idea es muy simple, aunque atractiva. Un joven argentino, de veintipocos años, con ascendencia polaca, ante el caos económico vivido en su país, decide emigrar a Europa pero, para ello, necesita poder demostrar que su origen es claramente polaco. Al hurgar en su pasado se encontrará con la enigmática figura de su padre, un hombre al que jamás llegó conocer, pues éste, justo al nacer él, se divorció de su esposa y se largó a Israel. Sólo tiene referencias de su progenitor gracias a su propio hermano (ocho años mayor que él), a su madre y a la vieja cinta de vídeo de su propio bautizo. Todo parecerá revolverse en contra suya cuando el padre aparezca, por vez primera, en su vida.

Inexplicablemente, en su estreno, recibió un montón de críticas favorables. Después de tragármela enterita, aún no he entendido el por qué de esos exagerados elogios. Supongo que debe ser debido a la coartada intelectual, por eso del “que dirán de mí los cuatro cultos si me cargo esta bazofia”. Ese miedo a quedar como un tontainas ante un film de coordenadas progresistas. Pero vale la pena aparcar la necedad a un lado y dejar bien claro que el film del Burman es una verdadera lata, sin pies ni cabeza y en donde no ocurre absolutamente nada.

Claro que, posiblemente. algunos consideren “pasar algo” el ver (y oír, sobretodo oír), durante hora y media, a un jovencito locuaz, amante de la voz en off, incansable en el habla y que no cesa de decir sandeces, una detrás de otra, sin ningún tipo de limitación. Eso sí, para darle el toque de cine culto, el Burman ha optado por filmar su producto como si formara parte del Dogma. Dogma a la argentina, poco hecho, vuelta y vuelta, a lo bruto, sin miramientos. Y, lo que es peor, sin venir a cuento de nada, por pura estética vanguardista. Hay que estar a la última. O sea: terremoto en Buenos Aires. El truco está en contratar a un cameraman que sufra de Parkinson, obligarle a coger la cámara en mano y perseguir, a todos partes, a cuantos personajes se crucen ante él, encuandrándolos (y desencuadrándolos) en borrosos y rápidos primeros planos. Y si esta persecución la hace corriendo, mejor que mejor. Hay que marear al personal, hay que mover compulsivamente la fotografía para que todo parezca más intelectualillo, como un docudrama y así, de paso, no merece la pena ni enfocar. A lo bruto... Total, el personal estará contento igualmente y así, al mismo tiempo, se disimula la falta de una historia compacta. La excusa para enmascarar su mínimo guión es fácil: cuatro citas religiosas, cuatro históricas, un poco de pena judía y un toquecito sentimental en su parte final, siempre suavecito para que no lo comparen luego con En El Estanque Dorado. En pocas palabras: hay que zarandear al personal para motivarlo.

Casi todo el film transcurre en el agobiante escenario interior de unas galerías comerciales, excusa ideal para que su protagonista, el joven locuaz, gesticulante imparable, describa a todos los tenderos del lugar una y otra vez, como si fuéramos sordos y no nos hubiésemos enterado a la primera de cambio. Esboza un par de situaciones prometedoras, pero sólo se queda en eso, en una promesa, ya que nunca llegan a desarrollarse, como si el guión hubiera desaparecido dentro una alcantarilla, lanzado a la nada por los vaivenes de la cámara inquieta.

Recuerdo una teleserie de TV3, sencilla, un tanto chorra, pero muy distraída, que también transcurría en unas galerías comerciales. Unas galerías situadas en una gran estación de ferrocarriles. Se trataba de Estació d’Enllaç (Estación de Enlace). Era una tontería, pero su falta de pretensiones la convertía en un producto entrañable. Todo lo contrario que El Abrazo Partido.

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