22.2.05

La tormenta de hielo

Me resistí a verla en su estreno. Me negué en redondo. Y es que El Día de Mañana no prometía nada bueno, y más teniendo en cuenta que su principal responsable, Roland Emmerich, ese alemán reconvertido en yanqui, emulo en desgracia de Spielberg y que, posteriormente, se pasó al cine de catástrofes, ya me puso de los nervios con ese gigantesco despropósito que significó Independence Day. Suerte que después Tim Burton, con Mars Attacks, reconvirtió, en plan gamberro, la parida marciana del realizador de El Secreto de Joey, ese otro engendro en el que salía un fantasma que era el vivo retrato de Jordi Pujol.

El otro día vi el DVD de El Día de Mañana en casa de un amigo. No pude resistirme a la tentación de pedírsela prestada. Ese subconsciente masoquista y recóndito que todos escondemos (en mayor o menor medida) me la jugó de nuevo. La pillé de su estantería dispuesto a enfrentarme a lo peor de lo peor. El sábado por la tarde, después de comer y con un cafelito entre pecho y espalda, enchufé el reproductor de DVD y coloqué la susodicha película en él. Y me la trague toda, enterita, con una estoicidad sin parangón. Y, vistos los resultados, no me equivoqué en mucho de mis previsiones iniciales. Y es que este tipo, el Emmerich (no mi amigo, el que me dejó la peli, pobre hombre), es un inútil de mucho cuidado

Con El Día de Mañana vuelve a sus andadas habituales a través de un exageradísimo presupuesto. Lo normal en él, vaya. Mucho lujo y muchas hostias pero, al final, caca de la vaca. Como en Independence Day, pero en lugar de con alienígenas, con terribles y asoladores desastres climatológicos. Todo muy bien adornadito, con varias localizaciones geográficas, cuidados efectos especiales y un montón de actores pululando por la pantalla. O actorcetes, mejor dicho, pues supongo que la poca pasta que se ahorra del presupuesto lo hace contratando estrellas ya estrelladas (como Dennis Quaid) o chavalines de futuro incierto, como Jake Gyllenhaal (el de la sobrevalorada Donnie Darko, para ponerles en antecedentes).

La historia cuenta como un climatólogo, incomprendido por todo el mundo, vaticina una nueva Edad de Hielo por culpa del calentamiento del planeta que afectaría, sobremanera, a los países del Norte. Como era de esperar, nadie creerá en esa especie de Montes de Oca (¿quién va a seguir las predicciones de un tío con cara de borrachín, como el Quaid?), aunque todos acabarán recurriendo a su sapiencia cuando empiecen los primeros y devastadores efectos de la hecatombe gélida. Los japos pringan primero, mientras en Escocia, la bajada en picado de las temperaturas deja a unos cuantos totalmente congelados, como las barritas de merluza Pescanova. Dicen que en España no hay problema. Estamos en el Sur y para Emmerich, como para el presidente Bush, el Sur es el Tercer Mundo, en su totalidad. Y parece que el deshielo es sabio y respeta a los más pobretones. Menos da una piedra.

Algo se cuece sobre Nueva York. Bueno, más que cocerse, se hiela. Una ola gigantesca está a punto de arremeter contra la ciudad de los rascacielos. Y el hijo del Quaid, el Donnie Darko ese con cara de atún restreñido, está en ella para competir en un concurso de su escuela, una especie de Cesta y Puntos a nivel estatal. Y el Quaid en Washington, asesorando al vice-presidente del país (que es un tío muy tozudo). Ni corto ni perezoso, enterado de la desgracia que se cierne sobre NY, el aguerrido Montes de O'Quaid, a pesar de la helada mortal y acompañado por sus dos mejores colegas, partirá en el rescate del hijo pródigo, aunque acaben haciendo casi la mitad del recorrido a pie a partir de un percance sufrido en Philadelphia; o sea, la distancia habida entre Barcelona y Andorra, pero multiplicada por dos. ¡Eso es un héroe, sí señor!.

Delirante. Ridícula. Patética. Es una lástima que unos efectos especiales tan perfectos (esa es una evidencia difícil de negar) acaben arropando y dándole forma a un producto tan penoso. Aparte de estos, el resto de la proyección es como Terremoto. O peor, que ya es decir. Basura pura, en estado de putrefacción. Pero basura millonaria, al fin y al cabo. Todo manido, trillado. Siempre pringa algún buenazo y, como en todas estas, también se nos habla del amor paterno-filial (aunque sea a distancia y a través del teléfono), de la solidaridad entre las víctimas y de la entereza de espíritu para sobrellevar ciertas catástrofes con gallardía, guapura y elegancia, aunque en ese momento se encuentren con el agua al cuello. Y a punto de congelarse de un momento al otro.

Atención a su parte final, pues allí se encuentra una falsísima alabanza hacia los países del Tercer Mundo que logrará erizarles los pelos; de piel de gallina, se lo aseguro. Vale la pena ver toda la película, de cabo a rato, para llegar al punto que acabo de citar. De juzgado de guardia. No cuento más para no chafarles el producto, aunque se lo merecería y les ahorraría un esfuerzo inútil. A veces, a ciertos directores, les tendría que dar vergüenza aquello que hacen. Y el Emmerich es uno de ellos.

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