18.1.05

Un travelling, demasiadas vanidades y poca cosa más

Hace pocos días le di una segunda oportunidad a La Hoguera de las Vanidades, el film de Brian de Palma basado en la exitosa novela de Tom Wolfe. He de confesar que en la primera ocasión huí despavorido de la sala tras un hora de proyección, cansado de tanta sandez. No es que con la segunda intentona haya cambiado mi impresión. Me sigue pareciendo una mala película. Pésima, mejor dicho.

Muchos se preguntarán por qué me he vuelto a enfrentar a ella. Todo tiene una explicación. Mi mujer justo acababa de leer la novela y le entró el gusanillo por ver la película. Me propuso mirarla. Yo me hice el "longuis" y seguí a mi rollo, sentado ante el ordenador. Ella se encaminó hacia mi listado alfabético de (demasiadas) películas en VHS y seleccionó la cinta que contenía el título de De Palma. Yo indiferente, como el que no quiere la cosa. "Tranquila, mujer, míratela tu... yo sigo con mis cosas". Y sí, seguí con mis cosas, oyendo el reboninar de la cinta en busca del inicio del film. La voz de ella atronó desde el salón. "Es una buena copia, del satélite, en original y subtitulada". Yo, como si oyera llover, a lo mío. Y entonces, en mis oidos, retumbó su banda sonora. Dave Grusin, el siempre tentador Dave Grusin. Me levanté raudo y espeté un grito de "¡stop, voy pallá!".

Así empezó esa segunda oportunidad. Y la verdad es que la película, a pesar de su excelente música, me sigue pareciendo igual de espantosa que en su estreno. Posiblemente aún peor que en esa ocasión, pues ahora la he soportado entera, de pies a cabeza. Y después de verla de nuevo, da la impresión de que De Palma, en pleno ataque de ansiedad por volver a sus incorregibles excesos, rodó esta película con la única intención de realizar el travelling más espatarrante de la historia del cine. Y así lo hizo, de buenas a primeras, en sus primeros seis minutos. No es, a pesar de sus pretensiones, el mejor de la historia del cine, ni mucho menos, pero tiene su cosa. Filmado en el interior de uno de los edificios del World Trade Center de Nueva York (¡vaya morbo visto ahora!), la cámara sigue al personaje interpretado por Bruce Willis, desde su llegada al parking del edificio hasta que se presenta ante una numerosa audiencia en lo alto de unas escalinatas, situadas unos cuantos pisos por encima del aparcamiento. Numerosos pasadizos, amplias salas, claustrofóbicos ascensores y vericuetos varios cruzarán Wilis y su séquito antes de que De Palma acabe su virguería. Para sacarse el sombrero, señores, pero, en el fondo, totalmente innecesario, pues lo que sigue a esa proeza fílmica no merece la pena en absoluto.

La película es una especie de fábula cínica que intenta demostrar que nuestra sociedad está desquiciada, que somos todos unos hipócritas y que, del primero al último, vamos a nuestra bola, intentando sacar tajada de cualquier asunto escabroso que caiga en nuestras manos, utilizándolo para beneficio propio y sin preocuparnos del dolor ajeno o de las molestias que podamos ocasionar con ello a terceros. Vaya, que los efectos colaterales de nuestras acciones nos los pasamos por el culo; que en realidad somos unos mal nacidos de mucho cuidado.

Como idea no está mal (pero ésta pertenece a Wolfe). La intención de plasmarla en imágenes podría haber estado bien, siempre y cuando el responsable de Carrie hubiera sabido sacar partido de sus protagonistas y de las situaciones en las que los envuelve. Pero no es asi. El hombre, ante esa propuesta coral, prefirió abusar de una excesiva caricaturización de los personajes. Quiso narrarnos un melodrama pero, por culpa de esa extrema parodia en que se convirtió, acabó negándole (involuntariamente) veracidad al asunto, ofreciendo tan sólo una falsa y ridícula comedia en la que todos se encuentran perdidos en medio de la nada. Y digo la nada porque que la película poco guión tiene. Todo se apoya en una anécdota mínima (la que protagonizan Tom Hanks y Melanie Griffith) sobre la que giran diversos y numerosos personajes astracanados, aportando, cada uno de ellos, sus particulares y distorsionadas historias.

Un exceso en todos los sentidos y, como tal, consiguió incluso que sus actores principales se emborracharan igualmente de esa desmesura, haciendo que, por ejemplo, F. Murray Abraham construyera a un alcalde de Nueva York vergonzosamente pamplinesco o que Bruce Willis explotara hasta límites insospechados a su alcohólico reportero.

A La Hoguera de las Vanidades no le faltan buenas intenciones, pero todas ellas se ven ahogadas por la misma vanidad intrínseca que se esconde en las tripas de la propia película. Y es que, a veces, como en este caso, el histrionismo visual sale carísimo.

De Palma, buen hombre, afloje un tanto en sus desmanes, que cuando usted quiere sabe hacer muy buen cine.

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