27.1.05

Su vida en Pal o Secam

Vivimos en una sociedad tecnológicamente avanzada en la que, nuevos y sofisticados sistemas de vigilancia, nos tienen completamente controlados. Satélites espías, cámaras de vídeo en las calles de nuestras ciudades, en los cajeros automáticos, en los grandes almacenes, en ciertos lugares de trabajo y hasta en nuestros propios interfonos caseros. Llegará un momento en que nuestras vidas quedarán totalmente registradas y la palabra intimidad, por defecto, habrá perdido todo su significado. Quedarán registrados nuestros movimientos diarios, desde el más simple al más secreto. La hora en que bajamos a comprar el pan o el número de veces que orinamos a lo largo de una jornada, ya no serán ningún secreto para aquellos que trasiegan tras grandes paneles plagados de monitores. El Gran Hermano se habrá apoderado de nosotros. Y la democracia brillará en todo su cínico esplendor, siempre bajo la excusa de nuestra seguridad personal.

Otros, como plantea la producción canadiense La Memoria de los Muertos, ópera prima del jordano Omar Naim, optarán por un control de sí mismos aún más sofisticado: un pequeño microchip insertado en el cerebro desde el día del nacimiento (a propuesta, claro está, de los padres de cada cual). Un microchip capaz de registrar en imágenes toda una vida. Una pequeña cámara subjetiva que no nos abandonará hasta el momento del traspaso final. Y es aquí, en este punto, en donde una multinacional de las Pompas Fúnebres entrará en acción, siempre para ofrecer en sus respectivos funerales una ofrenda visual para deleite de nuestros familiares y amigos más allegados, mediante la proyección de un pequeño cortometraje único en el que se recogerán los instantes más emblemáticos y dulces de toda una existencia, pues está claro, tal y como mandan los cánones, que nadie es un cabronazo-de-mucho-cuidado en el momento de su muerte.

Y detrás de todo el tinglado, los seres más sombríos y apenados de nuestra sociedad. Los verdaderos hombres de negro, los montadores de nuestro homenaje póstumo. Aquellos que delimitarán nuestras buenas acciones y que eliminarán, para su edición final, los pasajes más dudosos de nuestra existencia. Allí es donde entrará en juego el Robin Williams de turno, el más cotizado en ese oficio, un hombre apenado y gris, pues toda la miseria humana que ha conocido en su solitario trabajo le ha marcado inexcusablemente el carácter.

Y no sigo con la exposición, pues éste es, sencillamente, el punto de partida de una de las mejores propuestas cinematográficas actualmente en cartelera. Un thriller diferente, al que muchos querrán comparar, erróneamente, con el cine de Shyamalan. Mientras éste apuesta por sorprendernos con giros forzados y "esperados" en el último tercio de cada una de sus películas, el tal Naim nos pilla igualmente desprevenidos pero a través de la lógica más aplastante. Y sin trampas, pues viendo La Memoria de los Muertos (más acertado su título original, The Final Cut) y conociendo su premisa argumental, es lógico que todos pensemos hacia que tipo de derroteros nos llevará su historia. Y es allí en donde se encuentra la teórica sorpresa, pues no es tal, ya que la cinta nos encamina hacia otra dirección, ciertamente inesperada pero, en realidad, aún más plausible que la de nuestras propias previsiones. O, al menos, eso me ocurrió a mí.

La película es calmada, de filmación y narración académica, brillante. Triste. Muy triste. Y escalofriante. Naim se toma su tiempo, disfruta con lo que cuenta y eso se nota. Lo explica con parsimonia, saboreando el momento, como un gourmet, sin prisas, aunque empezando con un prólogo magnético. Duro pero intachable, de esos que consiguen mantenerte atento durante el resto de su metraje, asimilando cada uno de los detalles con los que armoniza su exposición. Todo cuadra, nada está puesto de más.

Y apoyando toda esta interesante propuesta está Robin Willimas, metido en la piel de Alan Hackman. el apesadumbrado montador protagonista. Un Williams soberbio, moderado, más cercano a la interpretación contenida de Retratos de una Obsesión que a la de sus desmanes más habituales. Un trabajo por el cual se hubiera merecido una indiscutible nominación al Oscar y que conjuga, perfectamente, con una dirección artística tan metódica como efectiva, capaz de transformar el apartamento en el que habita en una especie de salón mortuorio, oscuro y aséptico, como el propio Hackman.

The Final Cut no es tan sólo un thriller al uso. Va más allá. Es una película que, al igual que la ingeniosa ¡Olvídate de mí!, nos habla de la memoria, de los recuerdos. De la falsedad que se esconde en la mayoría de nuestras lejanas evocaciones, de la manera en que la memoria puede cambiar ciertos pasajes de nuestra vida, acomodándola a nuestras necesidades más inmediatas. Del modo en que nuestra conciencia, de manera inconsciente, puede sugerirnos olores, colores o formas con las que jamás hemos coincidido y, por su deformación engañosa, hacernos creer que determinados episodios del pasado fueron de una manera muy concreta, alejándonos totalmente del modo en que realmente ocurrieron esos hechos.

Un film modesto y modélico que nos demuestra que, en el cine fantástico, por suerte, aún pueden seguir narrándose historias sin depender de ningún tipo de efectos especiales, amparándose tan sólo en sentimientos y emociones. Créanme. No se dejen escapar esta propuesta. E intenten recordar este post tal cual. No dejen que su memoria les acabe jugando una mala pasada.

No hay comentarios: