29.1.05

Para mayores de 18 (con reparos)

Corría el año 74. Apenas tenía 15 años recién cumplidos. Empezaba a afeitarme a duras penas. Por esa época ya tenía muy arraigado, dentro de mí, esa extraña pasión enfermiza por el cine. Era un sábado por la tarde y decidí, en compañía de un amigo (aún imberbe como yo), irme de estreno. Entiéndanme, no vayan a pensar mal. Nuestra pretensión era, sencillamente, dejar por un fin de semana los cines de barrio de sesión doble para acercarnos al centro de Barcelona y, como unos señoritingos, ver una película de la última hornada.

Miramos la cartelera y, ¡eureka!, acababan de poner una nueva del James Bond, la segunda de Roger Moore, El Hombre de la Pistola de Oro. Eso prometía. Pero había un gran problema. Un pequeño gran problema pues, en esos tiempos, los acomodadores eran una especie de cancerberos terroríficos que no te dejaban franquear la entrada si no tenías la edad establecida por nuestros censores para poder visionar según que películas. Y la de 007 estaba calificada para mayores de 18 (con reservas). Así, tal cual, con la coletilla, inexplicable, de con reservas. Putada. Y la echaban en el Regio Vistarama, un local ya desaparecido que ahora está ocupado por... nada; o sea, un solar medio derruido en el que se apuestan cuatro moros para trapichear con tabaco americano de contrabando.

Acostumbrados, como estábamos, a colarnos en los cines de barrio y en los de los pueblos en los que veraneábamos, decidimos hacer de tripas corazón y probar suerte en la sala en la que proyectaban la de James Bond. Viaje en Metro, salida en Paralelo, sudores fríos y tembleque en las piernas. Primera prueba: la taquilla. Una débil vocecita, la de mi amigo, atronó (es un decir lo de atronar) ante el hygiaphone (vaya palabreja más rara para definir un ventanuco con interfono prehistórico). “Dos entradas de platea”. Supongo que la taquillera, extrañada, nos buscó con su mirada extraviada y sólo atisbó dos cabecitas que asomaban un poco ante su garita. El sudor frío se había convertido en anticongelante. Jamás había tragado tanta saliva como en esos microsegundos. Y la mujer, la buena mujer, nos soltó el par de entradas solicitadas. Primera prueba superada. Ahora tocaba la peor, la del guardián del tesoro, el hombre de la linterna.

“Ahora te toca a ti”. Mi amigo ya había dado la cara en la taquilla y no quería responzabilizarse de la posible desgracia que estaba a punto de caernos encima. “Tranquilo, ya me encargo yo del pilas”, aseguré, con voz trémula y muy poco convincente. Pura chulería, pues en realidad estaba acojonado y se me estaba haciendo un complicado nudo marinero en el estómago. El colega me pasó las dos entradas. Las cogí con mis sudorosas manos. Con paso firme me dirigí al portero, engalanado como un militar de alta graduación en una fiesta de la jet set. Le tendí los dos tickets mientras mi compañero se escondía tras de mí. “¿Edad?”. El tío soltó la pregunta sin inmutarse. “18 años”, respondí no muy convencido. El uniformado nos escudriñó de arriba abajo, con cara de desprecio. Por unos instantes me vi encerrado en el calabozo del cine. “¿Me prestan su carnet de identidad?”, inquirió alargando la mano. ¡Qué coño el calabozo del cine..., iríamos a parar a las mismísimas mazmorras, en lo más profundo, al lado de Pedro Botero! En ese momento, por primera vez en mí vida, me cagué en la Santísima Trinidad. Disimulando, y viendo que el tío se mantendría allí quieto, inmóvil, hasta que no saliese el DNI, simulé hurgar en los bolsillos de mi abrigo, una de esas prendas abigarradas de los setenta, con capucha incluida. Y, con tal de no enseñarle el documento policial, le espeté lo primero que se me cruzó por la cabeza. “Me lo he dejado en el coche”. Nos cogió las entradas, nos rogó que le siguiéramos hasta la taquilla y, allí, nos devolvió el dinero pagado. “Ahora, majos, ir al coche y volved a casa con mamá”. La puta que lo parió. El muy cabrón nos había descubierto.

Apesadumbrados y no dispuestos a perder nuestra tarde de estreno, pillamos de nuevo el Metro y nos dirigimos a otro cine céntrico, al lado de la Rambla Catalunya, el Provenza, otro local ahora reconvertido en... nada y en el que ni siquiera cuatro moros venden tabaco norteamericano de contrabando. Allí daban El Dormilón, una comedia de un tipo que, por aquel entonces, aún desconocía, un tal Woody Allen. Y, para jodernos la tarde al completo, también estaba calificada para mayores de 18. Por supuesto, con la coletilla de sin reparos. La rehostia, vaya.

Nueva incursión. Otra vez la taquilla. Como antes, igualmente superada, no sin sudores ni tembleques. “¿Y si el tío del otro cine ha llamado por teléfono y les ha dado nuestra descripción?”, me preguntó el mentecato de mi amigo cuando ya teníamos las entradas en la mano. Un tío optimista, sí señor. Nos encaminamos hacia el portero, también engalanado como el otro. Mal augurio. Le tiendo las entradas. Ni nos mira. La ignorancia total. Las corta y nos las da. Se había producido el milagro y la Santísima Trinidad, tocada por mi poca delicadeza, había intercedido por nosotros. Entramos en la sala, ya a oscuras. Estaban soltando la ristra de anuncios publicitarios. Otro tipo vestido de militar, acompasado por un curioso tintineo de monedas, nos acomodó con la ayuda de su linterna. Le solté 10 duros de propina, como una especie de agradecimiento por habernos dejado cruzar el umbral. Mi amigo, sin haberse percatado de mi acto generoso, le soltó otros 10. ¡20 duros de esos tiempos! ¡El pilas se debió tomar un cubata a nuestra salud! Los nervios hicieron que nuestra racanería habitual desapareciera. Tanto él como yo, éramos conscientes de que, en ese preciso instante, nos habíamos hecho mayores. Acabábamos de crecer. Seguramente, al día siguiente, tendría mucha más barba y mi amigo dejaría de ser imberbe.

¿Y para qué les he contado todo este rollo, se preguntarán? Pues ni yo mismo lo sé. Batallitas de abuelo.

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