Con Lincoln, Steven Spielberg deja asomar su cara
más didáctica, alejándose del gran espectáculo que sería previsible en un
realizador como él y apostando por una puesta en escena y una trama más
intimistas, en donde debates políticos y tensiones familiares se convierten en
sus verdaderos protagonistas.
La cinta se aproxima a los agitados últimos tres
meses de vida del que fuera uno de los Presidentes más queridos de los EE.UU.,
enmarcados durante la guerra civil y, durante los cuales, el político luchó por conseguir la paz que uniera de nuevo el país y, ante todo, para lograr la
abolición de la esclavitud a través de la aprobación de la 13ª Enmienda.
No busquen en Lincoln grandes batallas ni agitadas escenas
de acción, sino todo lo contrario. La película transcurre entre despachos,
pasillos y alcobas. En este aspecto, se trata de un producto frío, cuyo único
punto de calor aparece cuando hurga en el lado más humano del político; ese
Lincoln al que, a modo de abuelo Cebolleta, le encantaba intercalar batallitas personales
a la menor ocasión posible; un Abraham Lincoln al que un fantástico Daniel Day-Lewis se acerca de una manera asombrosa.
La lucha interna del partido republicano al que
pertenecía el propio Presidente, sus divergencias con los demócratas defensores
de la esclavitud, su acercamiento a ciertas acciones corruptas para sumar votos
a favor de la 13ª Enmienda o, en el plano más íntimo y humano, los malos rollos
del matrimonio Lincoln provocados por la muerte de uno de sus hijos, son los
focos principales de un film que se aleja de las coordenadas habituales de la
filmografía del realizador y que, en parte, complementa las (buenas)
intenciones de Amistad, su otro film didáctico que, en su estreno, supuso un
estrepitoso fracaso.
Un trabajo interesante, totalmente pedagógico que,
sin embargo y por momentos, se me antoja un tanto aburrido y de metraje en
exceso desmesurado. Dos largas horas y media que podrían haber sido aligeradas
en muchos aspectos, sobre todo en esa reiteración discursiva del personaje de Lincoln.
A pesar de los pesares, y teniendo en cuenta la importancia histórica de lo que en ella se narra,
se trata de una película a tener en cuenta, tanto por la capacidad reflexiva de
su director como por la deslumbrante cantidad de buenas interpretaciones que la
amparan pues, aparte del citado Daniel Day-Lewis, disfrutarán de lo lindo con los
trabajos, entre otros, de una soberbia Sally Field (la amargada esposa del
Presidente) y un mayúsculo y sorprendente (nunca mejor dicho lo de “sorprendente”)
Tommy Lee Jones, con pelucón incluido.
Que su tonillo discursivo les sea leve.